Friday, March 21, 2014

EL JOVENCITO SÉPTIMO ARTE, por Waldemar Verdugo Fuentes.

-EL JOVENCITO SÉPTIMO ARTE (100 años de cine continuado) Crónica con entrevistas a los hacedores pioneros de la historia del primer centenario del cine. ISBN 9789563534603 Fragmentos publicados en Chile, México y USA citados en Hemerografía final. Esta es una historia con entrevistas y crónicas de los primeros 100 años del cine que gira en torno de quienes lo realizaron: artistas, escritores, directores y técnicos sobresalientes, esto es, en torno a personas de talento inventivo y creador que, particularmente, han generado un aporte sobresaliente en USA, México y Chile, para invitar al amable lector a internarse en escenas trazadas por pioneros del Séptimo Arte. http://www.amazon.com/dp/B00HBJHQ50

Thursday, December 29, 2005

CRONICAS DEL PRIMER CENTENARIO DEL CINE.

BLOG RAIZ"EL JOVENCITO SEPTIMO ARTE", Segunda Parte.
Por Waldemar Verdugo Fuentes.
Fragmentos Publicados en Papel Vegetal en
VOGUE-México, EL MERCURIO y CARAS, Chile.

RAIZhttp://cronicasdelcineporwaldemar2.blogspot.com/2005/12/5-de-estrellas-y-esplendores_29.html

5) DE ESTRELLAS Y ESPLENDORES.

Por Waldemar Verdugo.

-Antonio Moreno y Pearl “Perla” White, los olvidados
-Sarah Bernhardt: “La Francia” en Latinoamérica
-Y “Tarzán” se descuelga
-Películas estrellas pioneras: “Intolerancia” en México
-Estrenos de Griffith en Chile.
-Entrevista a María Félix.

El primer actor hispanoamericano que alcanza fama internacional por el Cine es el mexicano Antonio Moreno. En 1920 ya ocupaba un sitial en Hollywood, donde las revistas del corazón lo llamaban “El Narciso de América” y “El hombre más guapo del mundo”. Es Antonio Moreno el antecedente por excelencia del mito que encarnaría después Rodolfo Valentino. En México, en febrero de 1920, un programa del Salón Rojo anunciaba el estreno de una de sus películas así: “Hoy. Antonio Moreno. El artista que goza de una envidiable popularidad, impresionó después de cuatro meses de trabajo constante y rudo, la película que con el título de “Los Peligros de la Montaña” o “Aventuras de Moreno”, verá el público de la capital. Los más bellos argumentos de esta cinta. Las nevadas montañas en la parte más septentrional de la América, los precipicios cubiertos de hielo, los ríos congelados, las interminables llanuras tapizadas por blanco sudario y los bosques de pinos gigantescos y de abetos guarnecidos también de nieve, sirven de maravilloso marco a las intensas escenas de la película. Pero además de las bellezas del paisaje, esta cinta está basada en el siguiente interesantísimo argumento: Cion Carr, con Ethel, su hija adoptiva y dos viejos sirvientes, vivía apartado de la civilización y del bullicio mundano en una choza situada en las escabrosas montañas, y que mejor que morada de hombres parecía nido de aves de rapiña. Karr era un hombre rico, tenía una mina de oro y el aurífero metal era guardado por él en cantidades fabulosas. El viejo Karr emprendió un día una excursión a través de los vericuetos de la montaña cubiertos de nieve y no regresó a su cabaña. Sus familiares lo buscan inútilmente y sólo hallaron en lo alto de la cumbre su pañuelo y su bastón. Perdida toda esperanza, hubo necesidad de abrir el testamento para saber a quién tocaban sus riquezas. Antonio Moreno y Morgan (Walter Meyer), sobrinos de Karr, son señalados para que trabajen a partes iguales las minas del viejo, y Ethel (Carolina Holloway) y los dos criados reciben también un pequeño legado, pero el grueso de la fortuna se dedicará a obras caritativas. Morgan queda disgustado por esa cláusula del testamento y desde ese momento nace en su corazón un odio terrible hacia Moreno, odio que aumenta cuando se sabe que en las disposiciones testamentarias de su tío dice: “En caso de muerte de alguno de los dos administradores, el otro quedará encargado de las minas y de la niña Ethel.” La predilección que Ethel siente por Moreno, hace que Morgan se vea presa de terribles celos por el que ya considera por todos conceptos como su rival, y desde ese momento la idea de terminar con él es la única preocupación de su vida. Morgan, hombre ambicioso, pervertido y astuto, pone en juego los más diabólicos planes para matar a Moreno, que es un joven de recta conciencia e incapaz de poder adivinar las intenciones de su enemigo. Morgan se propone perseguir a su rival en tal forma que no se sospecha de su conducta, y obrando siempre en la sombra y por medios indirectos, coloca constantemente a Moreno al borde del sepulcro, pero la buena suerte de éste lo salva repetidamente de los peligros. Las persecuciones ocultas de Morgan dan lugar a los más sensacionales episodios de esta serie. Pero la salvación de Moreno en todos esos trances no es puramente providencial: hay un individuo misterioso, un ermitaño que vigila constantemente por su vida y en los momentos de peligro para Moreno. El ermitaño, dando muestras de un gran cariño para el muchacho y de una gran perseverancia por hacer el bien, aparece como ángel salvador para librarlo de los riesgos. Moreno ha sido ya arrojado desde un alto precipicio, ha sido atado a un aserrado de madera para que lo triture la rueda dentada que corta gruesos troncos, ha sido arrojado a un torrente, y sin embargo el misterioso ermitaño le ha salvado ésta y muchas otras veces. Con Morgan colabora ahora un tipo siniestro, La Araña, un bandido de la peor ralea que es su digno cómplice, y gracias a él Moreno ha sido llevado a la ciudad y entregado a un faquir hindú quien se ha encargado de hacerlo desaparecer después de someterlo a los más horrorosos e inconcebibles tormentos. Ethel y el ermitaño, que han seguido sus pasos, han podido penetrar hasta el templo de los sacerdotes hindúes y una vez más han logrado salvarlo cuando se encontraba dentro de un ídolo que tenía su cuerpo erizado de puñales. El sacerdote hindú fue muerto y sus sectarios juraron vengarse, y por tanto se aliaron con Morgan y La Araña, dando esto lugar a episodios de una intensidad estupenda y de una originalidad tal que hasta el presente no han sido vistos en la pantalla. El desenlace es de lo más inesperado y para ello contribuye la presencia del misterioso ermitaño. Esta película fue terminada apenas hace ocho días en los Estudios de la Vitagraph, y según noticias se estrenará en México antes que en los Estados Unidos.”
Antonio Moreno, dos años antes, ya era popular en Norteamérica. Un programa de abril 8 de 1918 (del Salón Rojo) dice: “Hoy. “La Casa del Odio” comienza a proyectarse. 20 episodios. 40 partes. Hoy en obsequio del público exhibiremos un trozo de esta portentosa producción de la Casa Pathé, de la que no hacemos elogio alguno, porque deseamos que el público la recomiende. Lo que es de mérito se recomienda por sí solo. Son principal protagonistas Pearl White, de ideal hermosura, y Antonio Moreno, mexicano de abolengo, y cuya belleza física le ha valido ser conocido con el nombre de “El moderno Narciso”. Podríamos decir que ambos artistas representan los más bellos ejemplares de la raza humana. Títulos de los episodios: El encanto, Los ojos del tigre, Perfidia de una mujer, El Hombre de Java, La mano misteriosa, El cañón lanzagranadas, El microbio supertóxico, El Secreto del Malayo, Dardos Venenosos, La Princesa, En los Refugios de la Delincuencia, Destellos de Oscuridad, La Fórmula, La Demencia de Ensy.” Antonio Moreno fue uno de los que cayó con el advenimiento del cine sonoro, y murió olvidado.
La estrella que acompaña a Moreno en esta cinta, Pearl (que en Chile y Argentina se la llamaba “Perla”) White, que fue una de las primeras actrices adorada por los cinéfilos de todo el mundo y también fue olvidada. En Revista de Revistas de México (11 de abril de 1920) se lee: “Existen en el mundo 60.000 cinematógrafos y hay 100 millones de personas que tiemblan noche a noche por los días de Pearl White. Desde su presentación en “Los Misterios de Nueva York”, esta bella americana ha realizado un trust del infortunio humano. Un hada maléfica rondando tras los decorados de un estudio aquel día, era en 1914, le señaló un destino cinematográfico espantoso, arrojándole estas palabras fatídicas: “Sin piedad ninguna para tu rubia belleza, bandas de asesinos enmascarados girarán siempre en torno tuyo, electrocutarán a tu padre, te robarán a tu novio o para variar te secuestrarán a ti misma. Volarás de emboscada en emboscada y de asechanza en asechanza. Que te diviertas.” Y la profecía se ha realizado, porque Pearl White es un poco crédula, y cuando corre hacia el sitio precisamente hacia el cual no debía de correr, hay que hacer un esfuerzo para gritarle: “¡No vayas más allá!” Pero ella va y siempre le acontecen desgracias. Sus camareras son falsas sirvientas que le sirven té con veneno y le ofrecen cigarrillos de láudano; la amordazan, la amarran, la dejan caer desde un rascacielos, la colocan sobre unos rieles por donde se aproxima el tren rápido para no dejar nada a la casualidad. Todo cuanto en este valle de lágrimas existe de mala suerte, aplícase, refínase e innóvese a costa de Pearl White. Tan a menudo ha sido golpeada, aplastada, ahogada, lanzada al fondo de abismos vertiginosos, que es preciso crear cada semana horroríficas novedades. Todos la hemos visto en “Las Aventuras de Elena” vivir espantosos cuartos de hora y con la mano en nuestra frente húmeda hemos gemido: “¡Dios mío, haz que salga de esto! Y siempre salía, y contemplándola con encanto y sonriente, respirábamos. Pero a la semana siguiente el ciclo infernal comenzaba de nuevo, y así durante veinticuatro episodios de una película, y otros veinticuatro de otra y otras más. “La Casa del Odio” la reservaba abominaciones superiores: el hombre de la cogulla se prepara en la sombra a cortar la cuerda que la detiene los aires a un centenar de metros del suelo, sobre una calle neoyorquina, a precipitarla a una cubeta de acero en fusión, a enviarla sólidamente ligada bajo la cuerda que muele la pasta para papel, pero Pearl White no se hace pedazos en el suelo sino que suspendida de un frágil pedazo de cuerda, entra por una ventana a través de los vidrios; el molino no la tritura y su adorable persona no se incorpora a la pasta para papel. ¿Qué reservará el mañana para ella?. Lo cierto es que no hemos acabado aún de sufrir: Pearl White ha sostenido el desafío del hada maléfica. Esta extraordinaria joven monta a caballo como una amazona, tira la pistola como Diana al arco. El suelo se abre bajo sus delicados piecesitos, su tren descarrila, su automóvil se vuelca sobre los troncos del árbol que obstruye la carretera, los asesinos rastrean bajo su lecho, bajos los cojines de su coche; sus choferes son falsos mecánicos que la hacen volar a 150 kilómetros por hora hacia horribles precipicios...”
En una de las escasas entrevistas que se hicieron a Pearl White en Nueva York, recuerda su vida en el cine: “¿Los días más conmovedores de mi vida?. Cuando cobraba el jornal de la semana y cuando desarrollaba ante las cámaras las fértiles ideas del cerebro de George Brakett Seitz; después, nada. A pesar de mi juventud, mi existencia tomó tumbos monótonos pero se me dijo que en la próxima serie en que yo trabajaría sería “El Anillo Fatal”, y pensé: Bonita ocasión para adquirir un nombre, pero una vez adquirido, ¿qué haría yo con él?. Cuando la Sección de Argumentos de la Casa Pathé decidió que yo colaborase con Brakett Seitz y Fred Jackson, autores de “El Anillo Fatal”, vi mi trabajo bajo otro aspecto; creí haber agotado los ejercicios todos de la fotografía animada: navegar en un submarino, viajar en globos y aeroplanos, saltar a precipicios en automóvil, despeñarme desde un risco, trepar las escalas de escape de fuego, tirarme desde un cuarto piso de un edificio incendiado y demás audacias que emocionan al público, pero “El Anillo Fatal” me reservaba algunas sorpresas. Desde niña tuve afición a los actos temerarios y en “El Anillo Fatal” pude realizar mi anhelo de embarcar en un bote que iba a chocar con un ferryboat. Lo hice perfectamente, mas la emoción del trabajo me dominó durante una larga hora; primero fui arrastrada por la corriente del río hasta un estrecho subterráneo; después perdí mi embarcación y para flotar tuve que agarrarme de un madero. Cuando me recogieron, sin haber realizado todo mi trabajo de heroína y subí a bordo, resultó demasiado costoso el alquiler del buque y el director decidió utilizar un vapor de pasajeros efectivos y no de personal de la empresa. Todo se preparó a bordo: cámara, operador, un bote, un flotador, y hasta el director sorprendió al capitán diciéndole que en el barco iba indebidamente un pasajero. Creyendo llegado el momento, me echó al río y nadé con un ojo puesto en el ferryboat y el otro en la persona que iba a salvarme; pero el vigía avisó al capitán demasiado tarde, cuando estábamos ya en peligro y el rescate no podía hacerse en la forma planeada. Aunque se dio marcha atrás después de parar el motor, la contracorriente y la resaca me impedían nadar hacia el muelle. Cuando conseguí acercarme a éste y asirme al cabo que me lanzó un estibador, el ferryboat se vino sobre nosotros y entonces el desmayo que yo debía simular, fue real. El héroe, mi salvador, me abandonó como un afeminado y a tirones lo sacaron del agua. El capitán bajó al muelle y me miró con un violento deseo de castigarme. Para terminar, debo decir que ante la cámara tengo confianza en mi director y una fe absoluta en mi misma. Mi verdadero nombre es Ela Toode.”
Artistas como Antonio Moreno y Pearl White, entonces, son en nuestros países pioneros del firmamento de estrellas que en cien años nunca dejaría de sembrarse. En México, la idea de star system data de comienzos del siglo XX. El empresario José Alcalde, dueño del Cine Club, y Jacobo Grinat, del Salón Rojo, hacia 1909, presionaban a los diversos distribuidores para que se les diera prioridad a sus salas en cuanto llegaran nuevas cintas, con el fin de variar su programación lo más frecuentemente que se pudiera y ganar así más concurrentes. En esa época José Alcalde ya se preocupa por hacer que el público se aficione a las “estrellas” y busque las películas interpretadas por sus favoritos: por los programas se diría que Alcalde fue quien más incentivó en el público mexicano un criterio selectivo y opacó la idea de “el Cine por el Cine” que existió en los comienzos, cuando la gente asistía a un salón sin que le importara mayormente qué actores aparecían en la pantalla. Un programa del Cine Club de entonces cita a los intérpretes que el público seguía:
“CINE CLUB. “La Comida”, película de Arte de la Comedia Francesa representada por los artistas Valy y Prince, del Teatro de Varietés de París. “El Regreso de Ulyses”, marca Pathé, del reputado autor Jules Lemaitre, de la Academia Francesa, teniendo dicha vista su música especial. “El Abuelo”, escrita y dirigida por Eduardo Bureau Gueroult; interpretada por Robert, de la Academia Francesa; Vaurenne, del Teatro Regent, y el niño Duprés. Es un hermoso episodio de la guerra de 1870. “La Malicia de Bautista”, película de Arte Pathé, interpretada por Moricey, del Teatro de Variedades; Laudriu, del Novedades; Luisa Willy. Escena cómica de René Chavoune. “Pobre Chico”, película de Arte Pathé; argumento de M. Kéroul; interpretada por Desfontaines y Verennes, Eugenia Nau, Gilberta Serg y el niño Duprés. “Conchita la Bella”, película de Arte Pathé por la troupee del famoso mímico Thalés. “Tosca”, película de Arte desempeñada por actores de la Comedia Francesa, basada en la obra de V. Sardou. “Modelo de Muchacha Pobre”, película de Arte por la señorita Rosny, del Ateneo; señor Defontaine, del Odeón; señor Verennes, del Rejane. “La Taberna”, película de Arte del eminente escritor Emilio Zolá, hábilmente interpretada por artistas de los teatros de la Comedia Francesa, Odeón, Antoine, Vaudeville, Gymase, de París. 900 metros. Argumento altamente moralizador, excelente crítica de los terribles efectos del alcoholismo. “El Asesinato del Duque de Guisa”, vista de Arte interpretada por M. Lebargy, de la Comedia Francesa...”
Los artistas franceses gustaron en Latinoamérica desde los inicios del cine. La primera gran estrella que se encumbró fue Sarah Bernhardt, cuyas películas estaban desde antes respaldadas por la fama universal que ya había ganado como actriz de teatro. De hecho, Sarah fue enormemente exitosa en sus tours teatrales, que la trajeron a América a partir de 1880; así, cuando se inició el cine, ella ya tenía ganado su sitial propio. En 1912 ya tenía imitadoras y los distribuidores debían aclarar dudas. Un programa del Salón Rojo decía: “...El lunes próximo podrá el público de México admirar la gran tragedia francesa, la inimitable Sarah Bernhardt en una de sus obras maestras: “La Dama de las Camelias”. No hay que confundir esta película con otra que lleva el mismo nombre y que ha circulado por todos los cinematógrafos de México. Se trata de una película completamente nueva, puesta por la Bernhardt y su admirable compañía, y que por su valor no puede estar al alcance de todos.” Una revista del corazón de entonces comentaba que: “A la genial Sarah Bernhardt por tomar parte en “La Reina Isabel”, película de Arte, le fueron pagados 30.000 francos, y a su compañía que interpretó con ella la obra, le abonaron 1.500 francos, y la película no llegaba a 400 pies. Las empresas constructoras de películas tienen que poseer una verdadera menagerie: cuadras, coches, carros, trenes, cinco o seis escenarios distintos y una cantidad enorme de maquinistas, tramoyistas y utileros que no descansan un momento en sus labores...” En agosto de 1914 el Salón Rojo, con gran orgullo anuncia una cinta de Sarah inspirada en Shakespeare: “Jueves de gala con un sorprendente programa. Shakespeare, la joya de la literatura dramática, ha dado motivo a Casimiro Delavigne y a Paul D’Ivoy para crear la grandiosa película histórica que hoy se estrena con el mismo título que la joya del inmortal dramaturgo inglés: “Los Hijos del Rey Eduardo”, y cuya admirable interpretación está a cargo de los artistas de mayor renombre de los grandes teatros de París, Rejane, Sarah Bernhardt, Olimpia, Antoine, Porte de San Martín y la Ópera. El aparato escénico y la verdad histórica fielmente respetada, constituyen una grandiosidad cinematográfica que ha sido el asombro de los públicos europeos.” La "divina" Sarah era no sólo admirada por los públicos de América: también las actrices le demostraban su admiración. Una revista del corazón (en el año 1917) de México titula una nota: “Las ligas de Pina Menichelli”. Y dice: “Una de las grandes devociones de Pina son sus ligas. La grandiosa e incomparable creadora de “El Fuego”, posee algunas docenas de colecciones valiosísimas y raras, habiendo entre ellas dos pares de color negro que le fueron obsequiadas por el ex rey Manuel de Portugal. Otras ligas son de color rosa y le fueron obsequiadas por un famoso personaje de la casa de Borbón que tuvo el capricho de enviárselas dentro de un estuche de un aderezo de 20.000 francos, y una liga non es la más querida de su colección: es la que usaba Sarah Bernhardt en la pierna que le fue amputada hace algún tiempo.”
¿A quién puede caberle duda que el concepto de adoración a sus intérpretes arranca de la época de las películas mudas? De ese tiempo de la imagen silenciosa, por supuesto, Charlie Chaplin es un símbolo. En México, el primer programa que anuncia a Chaplin data de 1916, pero eso no significa que las modestas cintas de dos rollos que desde 1914 filmaba él mimo no se hubieran estrenado en Latinoamérica, sólo que el mundo en un principio no le dio importancia al hombrecillo del bastón y el bigotito, catalogándolo como un cómico más de los que la industria norteamericana lanzaba cada dos o tres meses. Pero a medida que el sueldo de Chaplin aumentó en ceros a la derecha, fue exaltado: “Teatro Alcázar. Empresa Alvarez Arrondo y Cía. Grandioso programa de los reyes de la cinematografía para el sábado 2 de diciembre. “Soborno”, 40.000 pies, 20 episodios, 40 partes. Película que por su gran lujo, su argumento sugestivo y su originalidad es sólo comparable a las grandes creaciones como “Quo Vadis”, “Escuela de Héroes” y otras que solamente nosotros hemos podido traer a este mercado. “El Vagabundo”, que no necesita comentarse, interpretada por el cómico mejor pagado del mundo, Charlie Chaplin.”
En 1918 se estrenó en México una película que daría a conocer a otro de los personajes que se haría recurrente hasta ahora: Tarzán, “el hombre mono”, el célebre hombre de la selva que aún deleita en una serie inacabable de estrellas que le han dado vida. Se lee en el programa: “Tarzán, El Hombre Mono. 10 partes. Serie Grandes Espectáculos de Jean Brean S. Es Tarzán, creación de Elmo Lincoln, el hombre más fuerte y ágil del mundo. Protagonista, Enid Markey, creadora de “Civilización”. Delicado romance de las selvas africanas, fascinadora, más inolvidable que cualquiera historia que se haya escrito hasta hoy.”
El personaje de Tarzán es creación del novelista Edgar Rice Burroughs, que a su muerte, en 1950, vería a partir de esta cinta de 1918, deambular a su personaje por las pantallas de cine en situaciones que nunca imaginó. Es curioso el final trágico u olvidado que han tenido los actores que encarnaron a "Tarzán". Desde Elmo Lincoln, el pionero, lo han encarnado actores que hoy nadie recuerda. El más célebre de ellos, Johny Weismuller tuvo un doloroso final; en 1988, estando en México unos amigos me ofrecieron una casa para descansar unos días en Acapulco; el lugar era magnífico, a la orilla del mar, con una pileta olímpica y rodeado de vegetación exótica. Durante la primera noche, ante mi sorpresa fui intempestivamente visitado en mi habitación por dos monos chimpancés que inspeccionaron todo y salieron tranquilamente. Luego supe que eran sobrevivientes de la familia de chimpancés que llevó al lugar Johny Weismuller, que vivió en esa casa de Acapulco sus últimos años, antes de devolverse a la distancia en plena ilusión de creerse efectivamente "Tarzán, el hombre mono". Mi primera impresión al ver sus monos fue de no moverme, pero no me inspiraron temor; y ellos lo sintieron: durante los días que allí estuve llegaron a acercárseme y tomaban lo que les daba o pedían de lo que comíamos. Guardaron absoluto respeto cuando, en un acto de ofrenda al actor donde-sea-que-estuviese, una noche encendimos velas blancas por los caminos de esa selva particular en que Weismuller, el final de su vida, en largas noches de insomnio, solía lanzar su grito triunfal que se hizo inmortal junto con los primeros sonidos que el cine enseñó al mundo.
También desde los comienzos del Séptimo Arte, cuando aún era mudo, hubo una clase de estrella que lo llenó todo: ciertas películas en sí mismas. Cintas que ya entonces estremecieron a los cinéfilos, como “Lusitania”, la tragedia del hundimiento del famoso barco, cuya fama sólo supera el “Titanic”. El estreno de “Lusitania” en México data de 1917:
“La catástrofe del Lusitania. Ayer llegó esta película interpretada por la eminente artista Rita Jolivet, condesa de Sippico. Inmortalización del hundimiento del Lusitania. Lo que sus ojos vieron, los vuestros lo presenciarán. La famosa actriz internacional y superviviente de la tragedia del Lusitania, secundada por más de 22.000 personas, interpreta esta asombrosa producción artística e histórica cuyo costo material excedió de un millón de dólares. No obstante los muchos sacrificios y dificultades que han tenido que vencer los concesionarios para importar esta película, México presenciará exacta y real reproducción de la suprema tragedia de los mares. Vivas escenas de la superviviente que escapó milagrosamente de ser víctima del desastre. Nota: los concesionarios participan al público que, deseando aprovechar para mayor comodidad de éste la circunstancia de estar disponible el Teatro Principal hasta el día 1° del próximo junio, se han visto obligados a resolver la pronta exhibición de la película sin esperar la llegada de las fotografías de los cuadros de la misma, y de una gran cantidad de anuncias que fueron embarcados hace tres días de Nueva York. No obstante lo anterior, y como se trata de la producción artística más emocionante y más trascendental que ha realizado hasta ahora la cinematografía, el solo nombre de la cinta creemos será suficiente para despertar el interés que indudablemente tendrá el culto público de esta metrópoli. Concesionarios para la República Mexicana, V. Stades y Cía. Bolívar 57 y 59. No dejen de ver “La Catástrofe del Lusitania” (Lets we forget).”
En marzo de 1918 se anunció el estreno de “El Nacimiento de una Nación”, de D.W. Griffith; sin embargo, el público mexicano conoció primero del director norteamericano la cinta “Intolerancia”, otro de sus clásicos. En el programa que presenta "Intolerancia" en su estreno en México se lee: “He aquí una película que va a causar una enorme sensación al público. Se trata de una obra cinematográfica extraña en la que con esa prodigalidad tan usual en los fabricantes de Estados Unidos, se han reunido cuatro épocas distintas, casi cuatro argumentos en uno solo: desde los viejos días de la Babilonia disoluta hasta la época actual pasando por Judea en tiempos de Jesús, y la Francia de Catalina de Médicis. Todo desfila ante los sorprendidos espectadores, que se maravillan de ver cómo el director y autor de este film ha podido hermanar en un solo argumento tiempos tan distantes dando una impresión de belleza y sobre todo de grandiosidad difícilmente igualada por otra película. El argumento, que sería difícil analizar aquí, principia en la época moderna, presentando las relaciones entre los obreros y los patrones. Inmediatamente, y después de una breve relación expositiva, pasa a Babilonia mostrando también las relaciones entre ricos y pobres de aquellos tiempos; pasa enseguida a Judea y más tarde, de un salto, a los tiempos de Catalina de Médicis y de la Revolución Francesa. De esta manera somos llevados en el curso de una cinta de una época a la otra en un acabado estudio de todas ellas, admirablemente documentado. El argumento presenta en los tiempos modernos a un joven que va a ser ajusticiado en la horca, pero el Gobernador del Estado se ha convencido de la inocencia del reo, y llevado por un sentimiento de justicia se precipita en un tren especial para salvar al inocente. De esta escena emocionante pasamos a Babilonia, donde los sacerdotes infunden ánimo al emperador de Persia para que lance sus ejércitos, sedientos de conquista, por las riberas del Eufrates. Presenciamos después la desesperación de un soldado del palacio del rey de Francia, que corre a través de la ciudad para salvar a su adorado, y de un golpe nos trasladamos al Calvario donde expira Jesús. Esta mezcla extraña es de un efecto estupendo y, a no dudar, asegura el éxito de la película. Las escenas de Babilonia son lo más grandioso que se ha hecho en cinematografía, tanto por lo que se refiere al número de personas que en ellas intervienen, como por lo costoso del decorado, máquina de destrucción, etc. Se puede asegurar que hasta hoy no ha habido quién supere en presentaciones la parte interesantísima de “Intolerancia”. Es difícil dar al público en una nota una imagen clara de este estreno; baste decir que el costo de la película es de un millón y medio de dólares, y que ha pasado en triunfo por todos los salones de los Estados Unidos, asombrando a quienes están acostumbrados a mirar lo asombroso como lo más usual. Por ninguna película se ha pagado en la vecina República lo que por ésta, pues los precios de entrada han llegado hasta la inusitada suma de tres dólares por exhibición. Todo el mundo debe ver “Intolerancia”, porque es el acontecimiento cinematográfico de más relieve que registran las anales del Arte mudo.”
Por supuesto, que cualquier elección es arbitraria, porque depende la emoción en que se haga, depende de la circunstancia histórica, sin embargo, con relación a las artes en general, desde siempre se ha intentado hacer listas de lo excelso. Así ocurre con las películas que por si mismas, inventadas a imagen del genio de sus creadores, se han convertido en “estrellas”. En 1994, en Chile, se le pidió, a un grupo de críticos cinematográficos internacionales, que eligiesen las diez mejores películas de la historia. Todos dijeron que eso era imposible porque nadie las ha visto todas, pero enviaron la lista de las que consideraban “favoritas”; de una lista nombrada de casi setenta películas, las que obtuvieron más votos fueron:

“Ciudadano Kane”, 1941, de Orson Welles, USA
“Vértigo”, 1958, de Alfred Hitchcock, USA
“Luces de la Ciudad”, 1931, de Charles Chaplin, USA
“Rashomon”, 1950, de Akira Kurosawa, Japón
“El Ocaso de una Vida”, de Billy Wilder, 1950, USA
“Ladrón de Bicicletas”, 1948, de Vittorio de Sica, Italia
“2001, Odisea del Espacio”, 1968, de Stanley Kubrick, Inglaterra
“El Padrino I y II”, 1972, de Francis Ford Coppola, USA
“Más Corazón que Odio”, 1956, de John Ford, USA
“Nosferatu”, 1922, de F.W. Murnau, Alemania.

Esta encuesta extendida al público a través del diario El Mercurio de Santiago, ese mismo año 1994, a través de un concurso, durante dos meses, los lectores votaron por sus diez películas preferidas. Se recibieron 3.080 cartas que dieron insospechados resultados: el público de Chile admira las superproducciones norteamericanas, acaparando el primer lugar “Lo que el Viento se Llevó” (1939, de Víctor Fleming, George Cukor, Sam Wood y B. Reeves Eason), que captó el doble de votos que la cinta que le sigue: “Casablanca” (1942, de Michael Curtiz), que a su vez obtuvo el doble de votación de la siguiente: “Los Diez Mandamientos” (1956, de Cecil B. De Mille). En el espectro consultado surgieron cintas de toda índole, como aquellas que cantan a las grandes causas humanas, tal cual “El Acorazado Potenkim” (1925, de Sergei Einstein, ex URSS, que defiende la justicia social); “Gandhi” (1982, de Richard Attenborough, India/Gran Bretaña. La libertad y el pacifismo); “El Gran Dictador” (1940, de Chaplin, USA. La conciencia social); “La Lista de Schindler” (1993, de Steven Spielberg, USA. Una vida vale más que nada). O como aquellas que cantan al amor quebrado, que se ha ganado entre el público su propio espacio emocional: “Blade Runner”(1982, de Ridley Scott, USA. Un policía se enamora del androide que debe matar); “King Kong” (1933, de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack. USA. Es dudoso encontrar un amor más destinado a la imposibilidad); “¿Quo Vadis?” (1951, de Mervyn Le Roy, USA. La atracción entre un soldado romano y una mujer cristiana en tiempos de Nerón); “Amor Sin Barreras” (1961, de Robert Wise. Chico americano ama chica puertorriqueña: horror en el Nueva York de 1960); “Cumbres Borrascosas” (1939, de William Wyler, USA. El amor contrariado por el destino); “Los Paraguas de Cherburgo” (1964, de Jacques Demy, Francia, que ubica en nuestra memoria cinéfila a una bellísima Catherine Deneuve, en esta historia de amor contrariado por la fatalidad); “Drácula” (1992, de Francis Ford Coppola, USA. Los amantes separados por el hechizo); “Como Agua para Chocolate” (1992, de Alfonso Arau, México. El amor obligado a sublimarse de la manera más doméstica).
Otras elegidas cantan al cine, primero que nada, como espectáculo, que cuando justifica, además, una existencia, real o inventada, se vuelve “estrella”: “Lawrence de Arabia” (1962, de David Lean, Inglaterra. La ansia de aventura de un hombre puede ser más grande que el desierto de Sahara); “Un Hombre y una Mujer” (1966, de Claude Lelouch, Francia. Una historia de amor posible al ritmo de Baden Powell); “Jesucristo Superestrella” (1973, de Norman Jewison, USA. Rock y teología); “Fantasía” (1940, de Walt Disney, USA. El ratón Mickey y Schubert); “El Manto Sagrado” (1953, de Henry Coster, USA. El misticismo hollywoodense). Otras películas favoritas llaman la atención sobre los conflictos ocultos que acechan a una vida tranquila y “normal”: “Psicosis” (1960, de Alfred Hitchcock, USA. Los problemas de la relación con su madre de un hombre alterado); “La Diligencia” (1939, de John Ford, USA. El gran western: en las situaciones extremas aparece la verdad de cada uno); “El Silencio de los Inocentes” (1991, de Jonathan Demme, USA. El pasado como única prisión); “Blanca Nieves y los Siete Enanitos” (1957, de Walt Disney, USA. El instinto asesino de la madrastra); “Tiburón” (1975, de Steven Spielberg, USA. El terror del mar); “Atracción Fatal” (1987, de Adrian Lyne, USA. Una buena noche puede presagiar una pesadilla diurna).
Resaltan otras cintas que podrían tildarse de políticamente correctas, porque no ofenden a nadie en particular, reflejan una actitud humanista frente a determinadas costumbres sociales o históricas y van de acuerdo con la época. Como “La Naranja Mecánica” (1971, de Stanley Kubrick, USA. La civilización vista como una máquina de moler carne); “Danza con Lobos” (1990, de Kevin Costner, USA. Las diferencias rotas); “Parque Jurásico” (1993, de Steven Spielberg, USA. Los desastres de la intervención en la naturaleza); “La sociedad de los Poeta Muertos” (1989, de Peter Weir, USA. La vida con imaginación); “Lección de Piano” (1990, de Jane Campion, Australia/Francia. La represión enfrentada a la sexualidad como suceso y nada más); “Filadelfia” (1993, de Jonathan Demme, USA. La caridad a un ser marginal enfrentado a una enfermedad terminal); “Tiempos Modernos” (1936, de Chaplin, USA. El hombre esclavizado de la sociedad industrial); “La Misión” (1986, de Roland Joffe, Inglaterra. La causa indígena); “Atrapado sin Salida (1975, de Milos Forman, USA. No todo el mundo es loco); “La Casa de los Espíritus” (1992, de Billie August, multinacional. El totalitarismo como lacra); “Cuando un Hombre Ama a una Mujer” (1994, de Luis Mandoki, USA. La comprensión al hombre que está caído).
Por alguna otra razón, el público también ha hecho “estrella” a películas que muestran tipos duros de ser; mujeres y hombres que en lo que transcurre una cinta muestran su valor para defender lo que son: “Los Imperdonables” (1992, de Clint Eastwood, USA. Un western que cierra la centuria, en que un pistolero, simplemente, no puede renegar de su naturaleza); “Picnic” (1952, de Joshua Logan, USA. Los Bellos sí Sufren); “Cabaret” (1972, de Bob Fosse, USA. En un cabaret alemán de la época nazi, para sobrevivir, una mujer tenía que ser dura cual tacones de sus zapatos); “De Aquí a la Eternidad” (1953, de Fred Zinneman, USA. Un americano puede soportar bastante, pero llega un momento en que explota); “El Guardaespaldas” (1992, de Mick Jackson, USA. El incorruptible); “El Puente sobre el Río Kwai” (1957, de David Lean, Gran Bretaña. La sobrevivencia en un campo de concentración); "Río Bravo” (1959, de Howard Hawks, USA. Un cowboy por excelencia: no le entran balas); “A la Hora Señalada” (1952, de Fred Zinneman, USA. La fórmula perfecta del western: un sheriff solitario de un pueblo de temerosos, en lucha contra el tiempo); “Dos Mujeres” (1966, de Vittorio de Sica, Italia. La coraza de ira que desata una violación en quien la sufre. Surge Sophia Loren con una filmografía interesantísima respecto al valor de la mujer en situaciones límites); “Nido de Ratas” (1954, de Elia Kazan, USA. Un hombre solo puede bastar para destruir las mafias neoyorquinas que asolan el puerto); “Duro de Matar” (1988, de John Mc Tiernan, USA. Un hombre puede matar sin tener ganas de hacerlo).
El cinematógrafo proclama que todo es cambio, la vida es una sucesión de escenas que en que todo cambia, todo se va perdiendo y a veces en manera estrepitosa, como en: “Por Quién Doblan las Campanas” (1943, de Sam Wood, USA. Para Hemingway todas las historias de amor, si se arrastran un poco, terminan con la muerte); "El Último Emperador” (1987, de Bernardo Bertolucci, Italia/Inglaterra/China. Uno que no solo pierde su reino, sino también su propia identidad); “La Dolce Vita” (1960, de Federico Fellini, Italia. La Flor del Fango); “Love Story” (1970, de Arthur Hiller, USA. El amor cortado por la muerte); “Bleu” (1993, de Krzysztof Kieslowski, Francia. La identidad reconstruida); “Adiós a los Niños” (1987, de Louis Malle, Francia. La pérdida de la inocencia); “Gigante” (1956, de George Steven, USA. Todo parece ser una vez y nunca más); “La Dama de las Camelias” (1937, de George Cukor, USA. El bueno y ella, mala pero redimida por el amor, aunque ya sea demasiado tarde).
Otras favoritas del público, francamente, son películas ofrendadas a la felicidad, a la ventura posible aquí mismo como la célebre cinta de Gene Kelly y Stanley Donen, “Cantando Bajo la Lluvia” (1952), o “La Quimera del Oro” (1925, de Chaplin. En que es posible llegar al paraíso, así sea pasando por el infierno). O “Pretty Woman” (1990, de Gary Marshall, en que la felicidad es ser millonario y toparse con una prostituta como diosa). Aquí el público inscribe también como favorita a “Una Eva y dos Adanes” (1939, de Billy Wilder: la vida como una fiesta y Marilyn Monroe en su mejor momento de sacerdotisa suprema del Séptimo Arte). Y, por supuesto, ocupan su propio sitial de “estrellas” películas que loan el aprendizaje. El público sabe que aprender no es fácil, cuesta entender la vida, mirar a los ojos, hacerse mejor de lo que se es. Son cintas que, en su medida, insinúan al cine como esencialmente enaltecedor: “Rebelde sin Causa” (1955, de Nicholas Ray, USA. Se es joven una vez nada más); “Mi Bella Dama” (1964, de George Cukor, USA. El “Pygmalion” de G. Bernard Show a lo Hollywood); “Candilejas” (1952, de Chaplin, USA. La salvación por el sentimiento); “La Guerra de las Galaxias” (1977, de George Lucas, USA. La confianza en uno mismo); “El Mago de Oz” (1939, de Víctor Fleming y King Vidor. Al final, el gran mago era un candor); “Cinema Paradiso” (1988, de Giuseppe Tornatore, Italia/Francia. El aprendizaje que oculta la nostalgia); “Kramer v/s Kramer” (1979, de Robert Benton, USA. Cómo subsistir siendo padre soltero); “Zorba el Griego” (1964, de Michael Cacoyannis, USA/Grecia. La alegría de vivir de un hombre nuestro de cada día); “Conduciendo a Miss Daisy” (1989, de Bruce Beresford, USA. A los ochenta años aún no se sabe todo); “Belle Epoque” (1992, de Fernando Trueba, España. Lo que se quiere y lo que se necesita), o “El Rey León” (1994, de Roger Allens y Rob Minkoff, USA. Antes de ser rey hay que aprender a ser león).
Son todas películas que por el sólo hecho de ser, ocupan un sitial en el firmamento del Séptimo Arte. Más allá de quién trabaje en ellas o de quién las haya realizado o escrito, o todo junto; más allá de todo, el público las reconoce y les da su lugar con la sola alusión a su nombre, que de generación en generación de estos primeros cien años han ido heredándose por la memoria histórica del público cinéfilo chileno. Como esa candidez de los inicios, cuando el espectador fatigado por el peso del prosaísmo cotidiano acude a la sala oscura que se le hace casi mágica, en búsqueda de un paraíso posible. Cuando comienza a idealizar reflejando sus propios deseos, por ejemplo, de satisfacción amorosa, marcando el estereotipo junto con los inicios, con las primeras cintas de dos o tres minutos cuando la ingenua ya era perseguida por el villano, y la vampiresa comenzaba a insinuarse con un clavel entre los dientes. Porque, desde su invención, el cine, para crear su mitología propia, accedió a las necesidades de sublimación del ánimo colectivo (inherente al arte) y las tradujo en referencias al credo que ha ido conformando a nuestra civilización. En este sentido, también como toda expresión del arte, el cine tiene un si-es-no-es de religioso. Su sustrato obedece a la oposición de conceptos morales básicos, como el Bien y el Mal (el héroe y el villano; la buena y la mala), utilizando conceptos físicos, como el fuego y el hielo (en sus papeles de activo y pasivo dentro de la naturaleza que expresan), incluso salvando al hombre y haciéndolo héroe, a pesar de un oscuro pasado que se redime por la acción venturosa inmediata, como en “Shane”, filmada en 1953 por George Stevens: en que surge Alan Ladd inaugurando la época de los villanos de buen corazón. De esta misma trama de oposición viene la escuela romántica del cine, porque desde los inicios “chico pierde chica”, la separación de los amantes que se sustenta en el choque del fuego y el hielo: cuando quien ama (el fuego) se decide a conquistar el objeto amoroso (el hielo); allí se inicia la trama romántica, que normalmente ha de culminar con el principio básico que sustenta nuestra sociedad: “chico junto a chica”. En que, generalmente, hacen incursiones todos los artistas, surgiendo esa clase de estrellas que en su excepción conforman la regla, profundamente románticos dentro del contexto de star system, y, sin embargo, sobre cualquier escuela: son estrellas que encarnan cierto ideal romántico porque están solas, y por ser distintas en su actuación comúnmente sin maestros, outsiders, como Katherine Hepburn y Humphrey Bogart, o Spencer Tracy, con quien la Hepburn creó una pareja clásica de esta línea de estrellas, en que también se inscribió Montgomery Cliff, de quien John Huston nos dijo: “Durante varias ocasiones, mientras trabajaba con Monty, tuve intenciones de estrangularlo, pero me reprimía al pensar que otro actor no podría reemplazarlo”.
Entre estas estrellas “irreemplazables”, una de las primeras que destaca es Louise Brooks, quien decidida a que no la conviertan en otra vampiresa, siendo famosa deja Hollywood y lo consigue: hoy es objeto de culto. La belleza de Louise Brooks sentó las cámaras de los locos veinte, pero antes de finalizar esa década declara públicamente su desprecio por las “fábricas de películas”, y emigra a Alemania donde su talento afortunado es dirigido por G.W. Pabst, con quien filma “Die Buchse der Pandora”, en 1929, y crea su estereotipo, que repite en “Das Tagebuck einer Verlorenen”, un año después. Es cierto que Louise, quien no tuvo hijos, al final de su vida, solo consideraba rescatable su filmografía europea, sin embargo, quizás ni lo supo, también quedó para siempre en lo que filmó en su propio país, como “La Venus Americana” (1926, dirigida por F. Tuttle), “The Show Off” (1926, dirigida por M. St. Clair), “The City Gone Wild” (1927, dirigida por J. Cruze), “A Girl in Every Post” (1928, dirigida por H. Hawks), “Beggars of Life” (1928, de W.A. Wellman), o “Hollywood Boulevard” (1937, de R. Florey). La primera película que rodó en su país Louise Brooks fue “The Street of Forgotten Men” (1925, dirigida por H. Brenon), y la última “Overland Stage Riders”, un western en 1938 dirigido por George Sherman. La acompañaba John Wayne, el héroe americano, pero para Louise Brooks no fue suficiente, y se negó sistemáticamente a seguir filmando, entronándose como una de las estrellas más enigmáticas, y sólo comparable a Greta Garbo, adorada por los hombres de su época, cuando al escritor argentino Jorge Luis Borges le preguntaron por qué no se había casado antes de los sesenta años, explicaba: "El caso era que yo estaba enamorado de Greta Garbo."
Actores a la altura de la manera de brillar de estas mujeres, hay pocos. En la época muda destaca Rodolfo Valentino, que fue galán de moda e ídolo de las mujeres del mundo de su época. Vivió entre 1895 y 1926, y su nombre verdadero era Rodolfo Guglielmi d'Antonquolle, norteamericano de origen italiano. Protagonizó célebres películas como "Sangre y Arena", "El Caíd" y "El Hijo del Caíd". Murió en la plenitud de su celebridad. No dejó hijos. También destaca James Dean, que vivió entre 1931 y 1955. Su verdadero nombre era James Bryan Dean, era miope y de baja estatura, y se inició en la televisión antes de hacer cine, donde dejó seis películas: “Sailor Beware” (1951, de H. Walker); “Fixed Bayonets” (1952, de S. Fuller); “Has anybody Seen My Gal? (1952, de D. Sirk), que obtienen escaso éxito, hasta que en 1954 lo dirige Elia Kazan en “Al Este del Paraíso”. Ese mismo año, dirigido por Nicholas Ray, hace “Rebelde Sin Causa”, y cierra su filmografía “Gigante”, de George Stevens, que corta formalmente su propia vida meses antes de morir. Desde el accidente automovilístico que le llevó al más allá el 30 de septiembre de 1955, hasta nuestros días, la fama de James Dean reposa en un tamiz romántico, extraordinario, sólo poco inferior al que simboliza Marilyn Monroe. En Norteamérica, durante años, se expuso el vehículo en el que sufrió el accidente fatal, y las admiradoras de Dean contemplaban extasiadas las manchas de su sangre en el tapiz, a cambio de 25 centavos. Otro rebelde magnífico, con una larga vida de contratiempos, es Marlon Brando, cuyos continuos rechazos a lo establecido lo hicieron famoso, muchos años antes de que mandara a la Academia a buscar su Oscar a una indígena de su país, con un aporte de películas excepcional y un tamaño raramente alcanzado en continuidad creativa. Nació en 1924, y es el "discípulo" por excelencia del célebre Actor's Studio de Nueva York. Se ubicó definitivamente con la cinta "Un Tranvía Llamado Deseo", basada en un guión de Tennessee Williams y "Viva Zapata", donde interpreta al líder revolucionario mexicano Emiliano Zapata. Marlon Brando tiene varios hijos y se mantiene vigente: nunca ha dejado de actuar en cortos pero convincentes papeles, como el general neurótico de "Apocalipsis Now" o el padre de "Superman", el célebre héroe extraterrestre. También forman parte de su legado varias interpretaciones de las llamadas "transgresoras", como el papel de maduro semental en "El último Tango en París".
Quizás el último astro magnífico de esta pléyade es River Phoenix, que en un corto pero magnífico trabajo se inmortalizó. A River Phoenix le gustaba el rock y disfrutar de las comodidades del sistema, reírse de Hollywood y de paso sacarle algunos dólares. Llegó a la cúspide en una época de gran competencia de talentos y formas. Sin embargo, no era feliz, porque en su juventud era imposible que supiera estar solo, y el estrellato es enormemente solitario. Desde su primera cinta (“Cuenta Conmigo”) hasta la última (“Mi Mundo Privado”) se mostró como se sentía: desamparado. Murió demasiado joven, a los veintitantos, de una sobredosis en la calle fría de Hollywood. A quienes lo conocimos, los que éramos jóvenes entonces en California, nos dejó un sabor amargo. Con estas líneas basta para recordar al más joven de los caídos.
Es en esta clase de encarnaciones que el cine deja al descubierto formas que la naturaleza suele ocultar. Son seres creados por el celuloide, aparentemente ficticios, pero traspasado a la realidad misma que adopta la estrella, perfectamente real, entonces; sin la rigidez de la ortodoxia en el sexo que encarnan: el villano puede ser una mujer, y el hombre mostrarse perfectamente desprotegido. Es el erotismo perturbador de la naturaleza primordial al descubierto en sus variantes más soterradas. Y también, a su manera, son una denuncia, por ejemplo, enfrentando la actuación de las vampiresas clásicas al erotismo “sano” de la ingenua, que se ha visualizado, las más de las veces, con un marcado acento de sublimación de la libido, que esconde también tras su inocencia algo de represión. Desde los inicios, el erotismo abierto de la vampiresa se presentó como una amenaza a la mujer “establecida”, en la más pura tradición del anticorporalismo que denunciaba Friedrich Nietszche. Desde esta óptica el itinerario recorrido en 100 años por “la mala” o por “la buena” es un excelente muestreo de la evolución del gusto público por una estrella en que se encarna, también, la costumbre de la época. De hecho, un estudio de la visión que el Séptimo Arte ha dado de la mujer y el hombre buenos, en contraposición a la mujer y el hombre malos, se convierte en un estudio de la moral y su código de valores en cien años, porque no ha existido otra manifestación más popular del arte en el siglo XX, un arte al que el público tuvo acceso de inmediato. Y al que hizo suyo recreándolo a la medida de sus sueños y semejanzas. Como suelen nacer las estrellas.
Entre ellas, quien ocupa un sitial definido en nuestros países de Latinoamérica es la esplendorosa María Félix, "la más bella entre las bellas" como se la anunciaba en los programas de su época que abarcó no poco tiempo y que logró popularizarla. Con ella conversamos en su casa de la Ciudad de México varias veces para revista VOGUE. La frase secundaria de una de esas entrevistas dice: "Una mujer es algo muy complicado y difícil; es un laberinto donde cualquiera se puede perder fácilmente, inclusive otra mujer". Me permito reproducir fragmentos de entrevistas que publiqué de ella entonces:
"La más alta estrella viva del cine latinoamericano, es mucho más que su legendaria belleza. Nació en 1915; surgida en la época de oro del cine mexicano, cuando a los 27 años hizo su primera película y se impuso de un golpe. Hasta su aparición, de una manera u otra, la mujer en el cine latinoamericano estuvo siempre ligada a la violencia sexual, tanto en su papel de madre, dócil y desgraciada, como en el de heroína seducida y trágica o en el de cabaretera, inminentemente caída. María Félix surge, entonces, en 1942, un confuso período histórico. Con ella se produce una metamorfosis al encarnar a la mujer que no pide perdón, que jamás se humilla, que con sólo alzar la ceja izquierda (su marca) arranca todo a la sociedad machista y paternalista por excelencia.
En el continente latino de entonces, succionado por dictaduras y graves desórdenes, en que la mujer en el cine estaba condenada al mayor o menor brillo de su cuerpo, surge esta guerrillera, la generala, la bandida, la soldadera que decide con el hombre mano a mano en el campo de batalla, que participa no sólo en la autonomía y creación de sí misma, sino también en la evidencia de una voluntad que puede tocar el amor, la filosofía y la guerra. Se ha casado cuatro veces: primero con uno de los integrantes del conjunto musical Trío Calaveras, Raúl Alvarez, con quien tuvo su único hijo (el actor Enrique Alvarez Félix). Luego su matrimonio con el actor Jorge Negrete marcó una época. Al enviudar reincidió con el músico Agustín Lara, quien de regalo de bodas le dio un piano blanco y su canción "María Bonita". Divorciada, se unió finalmente al magnate francés Alex Bergier ("no me gusta hablar de dinero, pero Alex al morir me legó caballos de tres millones de dólares"). Hoy, la máxima estrella latina viva mantiene intacto su brillo.
María mantiene dos hogares: uno en la Ciudad de México y otro en París. Entre uno y otro viaje, cuando regresa a México no permite que en Aduana revisen su equipaje ("¿por qué voy a permitir que revisen mi equipaje, si al Presidente no lo revisan?. Los políticos son fácilmente reemplazables. Yo no.") Ha sido la única actriz latina que rechazó sistemáticamente trabajar en la "fábrica" de películas de Hollywood. Dice:
-Cierta vez me llamó el productor de Elvis Presley. Dijo que el cantante deseaba que yo hiciera de madre de él en una de sus cintas. Me enviaron el guión y, cuando lo leí, vi que debía hacer de india norteamericana. Así es que les devolví el guión con una nota que decía: "Nací en el barrio de La Colorada en la ciudad de Alamos, Sonora, y mi padre, de nombre Bernardo Félix, es hijo de una severa dama india Yaqui. Por lo tanto soy india Yaqui, como mis mayores paternos. Si Elvis lo desea, cambie el guión y anúncielo como indio Yaqui, que en nada desmerecen ante los Sioux. Por supuesto, deberá ser la filmación en México." Gentilmente me respondieron que lo pensara. Yo lo pensé y me dije que si iba a hacer de india, debía ser de india de este lado del río, porque la fuerza y tenacidad del indio latinoamericano no puede ser calcada. Por lo tanto, rechacé el guión.
Aceptó, sólo en contadas ocasiones, ser dirigida por europeos (Luis Buñuel, Richard Pottier, Yves Ciampi, Jean Renoir...), pero su imagen se la entregó a los directores latinos. Y, digámoslo, ese fue su acierto: confiarse al talento latino, con guiones -hasta donde le fue posible- basados en la literatura latinoamericana (a partir de "Doña Bárbara" de Rómulo Gallegos). Este hecho consolidó definitivamente su prestigio en toda América. Así, a pesar de que fue mal tratada por la crítica en sus inicios, a figuras como María Félix se debe la ganada universalidad del cine que se hace en los países de América. Es cierto que en un principio la impuso su belleza (en las matinés de antaño se la anunciaba como "la más conocida de las bellas, la más bella de las conocidas"), luego, su talento lo demostró sin duda posible. El caso es que el público la aceptó de inmediato. Y, justamente, de su relación con el público, de sus cintas y algo de su vida, es que conversamos con María en su mansión de la Ciudad de México. Le comento que la crítica latinoamericana sólo la aceptó una vez que lo hizo Francia, cuando los cineastas del llamado "cine de autor", como Truffaut y Godard, se rinden ante ella desde las páginas de la revista Cahier du Cinema. Nos dice:
-En mis comienzos me tuvo sin cuidado la crítica. Ahora menos, así es que no puedo comentarte lo que decían de mi. Eso está en las revistas, en algunos libros. A los críticos sólo les diría que alguna vez en sus vidas se paren ante una cámara, y luego se vean. Nada más. En lo que a mi respecta, a lo pasado, pisado. Tu puedes preguntarme y yo te responderé, pero solo te responderé aquello que yo quiera. Ahora, ¡pregunta!
"Sus ojos enormes me observan fijamente. Siento mi cuerpo incómodamente quieto, transparente. La observo vencido, sé que esto es obra de ella. El lector ubíquese frente a una mujer sobre cuyos hombros reposa un pilar del cine, que lleva el mismo collar de esmeraldas verdes que Maximiliano hizo tallar para la emperatriz Carlota, y en uno de sus anillos reposa el famoso diamante de sesenta kilates. Más allá de sus adornos, físicamente, en su presencia uno olvida cuál es su edad verdadera, de tan bonita que es María. La veo entera, lejana, vencedora. Todo en ella es un reto para el hombre. Con un seguro movimiento de sus piernas se acurruca en sí misma, se envuelve, acomodada sobre una piel de visón bordada en China. Sonríe y enciende un cigarrillo negro. Le pregunto: "¿es usted feliz?". Y cambia la cara en un instante, y creo que también el alma, porque refleja como luz la humedad de sus ojos. Se hace tersa y gentil, aunque en ella la gentileza es una forma de soberanía. Responde:
-Creo que hay heridas definitivas en la vida. Nunca seremos completamente felices. Mira esa cabeza de bronce, es de cuando yo tenía 20 años, es una escultura y es más bella que yo. Mira la pátina, parece que llora en las mejillas. Por eso es más bella: yo no lloro jamás. Aunque he sufrido... ¡bah! No, "sufrir" es una palabra severa. ¿Sufrir? ¡No he sufrido en verdad! ¡No! He tenido salud, riqueza, amor, ¿qué más? Tal vez hubiera sido bueno llorar un poco, tal vez es bueno llorar un poco... aunque yo no lamento nada que no haya hecho, porque he hecho en mi vida lo que me ha dado la gana. Durante mi vida he sido acusada de muchas cosas; lo único cierto es que he sido una mujer con temple de acero. No he titubeado en luchar por lo que creí conocer. Aunque siempre he dado más de lo que he recibido. Nada se me dio gratis.
-¿Cómo siente usted la relación entre el artista y el pueblo?
-El arte jamás debe ser popular. Es el público el que tiene la responsabilidad de hacerse artista, para entender, como en un reflejo, y rescatar el arte cuando existe. El artista crea, y lo creado luego no le pertenece: pasa a ser patrimonio de quien lo entiende, que ojalá fuesen todos. El artista crea y ahí acaba su responsabilidad, porque la creación pasa a ser patrimonio y, por lo tanto, responsabilidad del pueblo. Aunque actualmente lo más anti-artístico no es la indiferencia del público por aquello admitidamente bello, sino la indiferencia del artista por aquello también supuestamente feo. Para un artista nada debe ser feo o bello; el artista nada tiene que ver con la realidad del objeto sino sólo con su apariencia, y las apariencias son nada más que cosa de luz o sombra, de oposición y colores.
-¿Cómo ha sido su relación con el público?
-Excelente. Si yo no hubiera sido aceptada por el público desde mi primera película, ahora no sería quien soy. Así lo entiendo y, por lo mismo, siempre traté de dar lo mejor de mí misma en cada papel. Siempre luchando por lo mejor para satisfacer al público que me apoyó siempre.
-¿Por qué dejó de filmar?
-Por falta de buenos guiones. Dejé de filmar cuando vi que no podía dar al público algo mejor de lo que había dado. El trabajo de una actriz es durísimo; levantarse al amanecer para contar con la mejor luz del día; mantenerse físicamente adecuada; sacrificar la vida privada... a cualquiera que viva entre las candilejas como yo lo he hecho desde que comencé, le resulta difícil tener vida privada, porque el público se considera, en parte con justicia, autor del triunfo y la fortuna de una actriz, y supone por tanto que ésta le pertenece. Asuntos personales, particularmente los de índole sentimental, que una persona no envuelta en el torbellino de la publicidad puede ocultar y olvidar, son magnificados hasta adquirir dimensiones de escándalo; y cualquiera que sea la verdadera conducta de la estrella cinematográfica, la prensa y el público aportan su propia creencia, inventando anécdotas que nunca sucedieron...el público parece decir: "Muy bien, muchacha, te hemos colmado de halagos, fama y dinero, y ahora tendrás que pagar el precio".
-¿Y usted ha pagado el precio de su fama?
-¿Que si lo he pagado? ¡Vaya que sí lo he pagado!. Por supuesto que, como todo en la vida, al comienzo no fue fácil, pero después me acostumbré. Digamos que el público ha hecho lo suyo y yo he hecho lo mío. ¿No es suficiente?. Siempre he creído también que la relación entre una actriz y su público es una forma de amor. Así he podido aprender que todo amor, hasta el más puro, entraña algún sacrificio, cierta entrega del propio ser. En este sentido, por supuesto, el público me ha entregado mucho, pero mucho más de lo que yo he podido entregar. Mi relación con el público es una relación amorosa que ha durado más allá de lo que me pude imaginar, y para comprobarlo me basta con salir a la puerta de mi casa.
-Usted ha hablado de amor, ¿cómo la ha tratado en su vida?
-Mi vida ha sido un eterno amar. Y cuando hablo de amor, como te habrás dado cuenta, no me refiero exclusivamente a la pasión física, carnal, sino también a ese sentimiento que es puro espíritu, que acerca a toda criatura humana a sus padres, a sus hijos, a sus semejantes. También me refiero al amor que inspiran las bellezas naturales, la bondad de Dios, de la vida misma. El amor desnudo de toda vestidura carnal es, a mi juicio, la esencia suprema de la existencia.
-¿Cómo conoció usted a Jorge Negrete?
-¡Ay hombre! ¡Tú quieres saberlo todo!
-¿Usted lo conocía antes de filmar con él?
-Así es. Lo conocí en Guadalajara. Yo debo haber tenido unos catorce o quince años... a los 13 años decían que yo era una chica guapísima; había sido elegida reina de los estudiantes de Guadalajara. Ese año usé mis primeras medias largas y zapatos de tacón alto. Jorge había ido a trabajar a Guadalajara y estaba filmando unas escenas al aire libre. Fui con unas amigas a verlo y, cuando concluyó una escena, se acercó donde yo estaba y me dijo:
"Señorita, ¿le gustaría hacer cine?". Yo me molesté que me hablara, aunque fuera un astro, porque era para mí un extraño. Y con mi pensamiento provinciano, le respondí:
"No me hable: soy casada". El replicó:
"No importa chula. No soy celoso". Abochornada, me alejé rápidamente. Así lo conocí. No nos volvimos a ver hasta muchos años después, cuando me contrataron para filmar con él mi primera película. Cuando nos encontramos, él no recordaba, por supuesto, en lo más mínimo nuestro primer encuentro. Y yo no hice nada para recordárselo.
-¿Fue cuándo filmaron "El Peñón de las Animas"?
-Así es. Yo había llegado a la Ciudad de México absolutamente sola. Me había separado y me habían quitado a mi hijo. Por eso decidí trabajar mucho para juntar dinero y recuperar a mi hijo. Nada más guió los comienzos de mi carrera. Y no me preguntes absolutamente nada más de esto, porque no pienso responderte.
-Está bien. Entonces, ¿cómo transcurrió la filmación?
-Fue un tormento. Porque Jorge Negrete era un astro y yo una desconocida. No me sentía segura porque era una novicia, pero estaba dispuesta a que nadie se diera cuenta de mi nerviosismo. Sí estaba orgullosa, porque no todas las actrices inician su carrera filmando como co-protagonista del astro de moda. Aunque yo estaba dispuesta a no demostrar nada, porque, ya entonces, sabía que la mujer sumisa es tratada a patadas. Cuando llegó el día que se firmaron los contratos, y nos encontramos con Jorge frente a frente, lo primero que me dijo fue: "Hablando a lo macho, no pienso servir de escalón a muchachas inexpertas que quieren hacer su carrera en el cine a mi amparo". Yo repliqué: "Señor Negrete, hablando a lo hembra, admito que usted es muy bueno como cantante, pero como actor es malísimo. A ver si ahora aprende algo". Firmé de inmediato, me di media vuelta y me fui. Por supuesto que yo no sabía nada de actuación, ¿qué podía enseñarle?. Pero él debe haberme creído porque firmó también.
-Se dice que durante la filmación tuvieron constantes peleas.
-Oh sí. Transcurrió con muchos disgustos. Movida por mi orgullo de india, asumí una actitud arrogante que, confieso, no se avenía con mi posición de novicia. Insistí en que mi vestuario fuera de lo mejor, cosa que ninguna artista mexicana había exigido antes. Consideré que la ropa que me habían diseñado era horrorosa, por lo que fui a la oficina del director y le dije:
"Quiero vestidos de seda". Miguel Zacarías me respondió, con toda razón, que mi papel era de campesina, y que las campesinas no usaban vestidos de seda. "No importa", insistí, "la ropa corriente es ropa corriente, y yo no quiero nada corriente para mi primera película".
Y salí de la oficina con aire majestuoso, pero pensando para mis adentros: "Como éste se enoje, no sé qué voy a hacer. Quizás aquí concluya mi breve carrera en el cine". Y me encerré en mi camerino. Sufrí como una hora, hasta que se presentó el jefe de producción con una tarjeta en la mano:
"Tome María. Vaya y compre la ropa que quiera". Yo aún ni sabía los diálogos de memoria, pero había ganado la primera batalla: mi vestuario sería de lo mejor.
-¿Cómo iniciaron el rodaje?
-De inmediato tuvimos problemas con Jorge. Cuando llegó nuestra primera escena juntos, me presenté en el set muy acicalada, llena de ilusiones, y al pasar junto a Negrete, éste me dijo: "Bueno, changa, vamos a trabajar". Por supuesto que yo no me sentía una mona y me puse furiosa. Le advertí: "Me llamo María de los Angeles. Si le molesta llamarme por mi nombre, no me nombre de ninguna manera...chango". El no dijo nada, pero ya no tuvo ningún gesto amable conmigo. Cierto día me dieron un látigo para usarlo en escena contra él, y yo le asesté latigazos de verdad: "Ahora tendrá razones para molestarme", le susurré. Así lo excusé después cada vez que me molestó, pero ya nada dije porque yo le había dado de latigazos que no fueron ficticios.
-¿Cómo terminaron la cinta?
-A pesar de los contratiempos, terminó todo bien, en un ambiente cordial; y todos, el director, los técnicos y el resto del elenco firmaron mi guión, según se acostumbra en el debut de una actriz. Todos firmaron, excepto Jorge. Cuando años después me pidió que nos casáramos, yo lo acepté de inmediato. ¿Cómo no iba a hacerlo?. Era un hombre bellísimo. Y un gran actor del que aprendí mucho. Tuvimos una buena relación, muy sana, hasta el desafortunado accidente que le costó la vida y nos separó para siempre. Siento no haberle dado un hijo.
-Su segunda película fue "María Eugenia".
-Que no tuvo éxito porque el argumento era malísimo. Yo acepté filmarla porque me pagaron bien y porque quería aprender.
-Luego hizo "Doña Bárbara", que sí fue un éxito.
-Con un guión estupendo, basado en la novela de don Rómulo Gallegos. Creo que antes que nada fue una buena película por ese guión tan bueno. Vale la pena contar cómo obtuve el papel. Yo había leído la novela, pero nunca me imaginé que iba a tener el honor de hacerla en cine. Cuando los dirigentes de Clasa Films vieron "El Peñón de las ánimas" se entusiasmaron, y me contrataron para trabajar con su productora en varias películas, sin indicar cuáles ni en qué papeles. Por aquel entonces adquirieron los derechos de "Doña Bárbara" y se disponían a filmarla, con una actriz conocida que habían contratado para el papel principal. Yo sentí que no me eligieran porque, en verdad, la novela me había parecido excelente.
"Así, cuando don Rómulo Gallegos vino a México, pensé que, por lo menos, debía conocerlo. Y acepté ir a un banquete que en su honor y el de los intérpretes le dio la productora. El día del banquete me levanté tarde, y como ya no disponía de tiempo para peinarme, llegué al restaurante con el pelo suelo, sólo estirado en un chongo, según había visto que describía el autor en su novela a "Doña Bárbara". Fue todo casual. Pero, tan pronto entré al restaurante, don Rómulo, que era una excelente persona, me vio, me observó con atención y exclamó: "¡Esta es "mi" Doña Bárbara!". Por supuesto, me dieron el papel.
-Anímicamente, ¿cuál considera usted una cualidad importante en alguien dedicado al cine?
-Es fundamental aprender el poder que tiene la imaginación, la fuerza de imaginar, que sin dudas es una cualidad anímica. Sabiendo imaginarse cosas se aprende a no contentarse con la primera imagen, con aquello que primero nos ofrecen las circunstancias, casuales o premeditadas. No se trata de imaginar que lo imaginado es siempre mejor que la realidad, sino de aceptar que ambas cosas, imaginación y realidad, son diferentes y válidas para trabajarlas como elementos cinematográficos. Manejar cada una es sólo un problema de voluntad, de fuerza, para que no se dispersen y pierdan el hilo lógico del acontecimiento. Yo te hablo como actriz. Por lo menos, nunca podría interpretar bien un papel si antes no lo he imaginado bien, si antes no he jugado con las diversas posibilidades de expresarlo. El uso de nuestra imaginación es lo que nos da la originalidad. Sabemos que una mujer original no es aquella que no imita a nadie, sino aquella a la que nadie puede imitar. Ser inimitable, no te quepa duda, es una cuestión de imaginación, nada más.
-Que usted es inimitable, nadie lo duda. También se dice que es usted altanera, que está en permanente estado de sitio.
-¿Que soy altanera? ¿Me preguntas si yo soy altanera?...Espera... déjame responder... no sé cómo te atreves a preguntarme algo así... espera un segundo...¡muera la provincia espiritual desde luego!. La mujer es un ser acosado sin tregua por los hombres, y sólo de su altivez dependerá que el acoso sea para su bien y no para su aniquilación. Mira, en general yo siempre he tenido buena disposición hacia las personas. Jamás he rechazado a priori a nadie. La gente se me ha ido quedando atrás, eso es todo.
-Usted afirma que una mujer es un ser acosado por los hombres. ¿De qué otra manera definiría a una mujer?
-Una mujer es única. Los hombres se parecen en muchas cosas. Los hombres son suaves cuando uno menos lo espera, le dan importancia a muchas cosas que carecen de sentido; duermen en el momento más bello del amor y, por supuesto, nunca llegan a comprender lo que las mujeres pensamos. Claro que ahora las cosas han cambiado bastante: las mujeres hemos aprendido a ser menos abnegadas; ya no agradecemos las humillaciones... en nuestros países latinoamericanos, antes, lo normal era ver a la mujer humillada, pero ya no somos más tontas. Hemos aprendido a golpes. Claro que es necesario que la mujer no sólo sea inteligente, sino que además debe parecerlo. Desde un punto de vista más universal, a mí me pareció siempre que la mujer merece todo lo que merece el hombre, y algo más. Ahora, si quieres una definición exacta de la mujer, me estás pidiendo que responda algo que nadie puede responderte, siendo yo ¡muy mujer!. Basta mirarme para darse cuenta, ¿no te parece?. Una mujer es algo muy complicado y difícil...es un laberinto en el cual cualquiera puede perderse fácilmente, inclusive otra mujer.
-En sus películas, ¿usted nunca se desnudó?
-¡Por supuesto que no! ¡Cómo te atreves a preguntármelo!
-¿Por qué nunca lo hizo?
-Sólo te voy a responder porque difícilmente tengo oportunidad de hablar de estas cosas, porque nadie se atreve a hacerme estas preguntas. Normalmente me preguntan un montón de tonterías. Nunca hice un desnudo en el cine porque yo no recuerdo a nadie que me haya pedido, que se haya atrevido a pedirme algo que fuera en contra de mi dignidad. Y aquello que yo no recuerdo, no existe.
-O sea que para usted ¿el desnudo en el cine es indigno?
-Por supuesto. Eso de rebajar a la mujer a un objeto del deseo me parece una idea repugnante. No sólo es rebajante para una mujer, también lo es para un hombre. Pero, en especial, para la mujer, que bastante se la ha subestimado en el cine.
-Entonces, ¿para usted no existe un rol que justifique el desnudo cinematográfico?
-Para mí no existe.
-¿Usted considera que no es válido?
-Raramente lo es.
-¿Cuándo es válido?
-Es válido cuando cumple con un mínimo de reglas estéticas y de buen gusto, respaldado por reglas morales, que todos sabemos cuáles son. Lo malo es la actitud ordinaria, que es la usual en el caso. Lo malo es la actitud vulgar, la ausencia de toda conciencia de lo que es el cuerpo humano, del respeto que le debemos. Lo atroz es ese asesinato del misterio de la mujer, que conduce, se quiera o no, a la pederastia masculina. Yo creo que la mujer que deja mucho ver también deja mucho que desear.
-¿Usted recuerda algún desnudo en el cine que cumpla con estos requisitos que enumera?
-No. No recuerdo ninguno. ¡Y vaya que sí he visto cine!. Yo creo que las mujeres que se desnudan por oficio no piensan, o piensan muy poco. ¿Qué queda para una mujer que no guarda nada para los momentos del milagro?. El desnudo en el cine es una simple impudicia, es aburrido e inútil, y sólo degrada al ser humano de modo profundamente imbécil. La mujer que se presta a ello se despoja de su mujerío, de su privilegio, se transforma en un animal que a mí me da vergüenza.
-Sin embargo, usted se ha dado en la pantalla el clásico baño de espuma...
-¡Por supuesto! ¡Ni modo que me iba a bañar vestida!. Pero si miras la cinta, sólo miras espuma. Los franceses me convencieron para que mostrara mi espalda, pero nada, nada más. Yo nunca me desnudé porque nunca hubo un rol que lo justificara, y no creo que exista ese rol para ninguna actriz. No es una mojigatería. Es un punto de vista. Pregúntame otra cosa, este tema no da para más.
-¿Qué ha significado la amistad en su vida?
-Una forma del amor. Ya te lo dije: la amistad en mi vida es algo muy, pero muy importante.
-¿Quisiera recordar una amistad importante en su vida?
-¿Por qué no?. Cuando estaba filmando "Río Escondido", en Tulpetlac, un pueblito pintoresco cerca del Distrito Federal, mi vida se cruzó con la de uno de los mejores amigos que he tenido: Diego Rivera, quien llegó para hacer un dibujo que se utilizaría en la cinta. De él te voy a hablar: Diego era el ser más encantador, inteligente y bondadoso que existe en mi pasado amistoso. Tan pronto como fuimos presentados, sentí que nació entre nosotros una amistad instantánea. Ese mismo día, al regresar al Distrito, me invitó al Hotel Del Prado para ver unos frescos que había pintado, y que tanto escándalo causaban porque incluyó en ellos la frase: "Dios no existe". A mí, fuera de esto, me parecieron unos frescos maravillosos. Pero mejor me pareció el hombre que había creado aquella obra. Maestro consagrado, con sus amigos era un niño bromista y mentiroso, lleno de ilusiones y pronto a reaccionar con la conmovedora espontaneidad de un niño.
-El retrato que le pintó hoy es clásico...
-Eso dicen. Cuando quiso pintarme, acepté de inmediato. Posé para él durante muchas horas en diversos días, mientras Diego me enseñaba infinidad de cosas a fin de que no me aburriera. Me contaba una infinidad de mentiras que sólo él podía hilvanar: creo sinceramente que era el hombre más divinamente embustero que he conocido. Me hablaba de sus largas entrevistas con Stalin, a quien nunca conoció. Me describía batallas que nunca había librado. Me narraba sus aventuras entre caníbales africanos, y aseguraba tener pruebas de que el mariscal Erwin Rommel era hijo de Pancho Villa. Diego fundaba esta última mentira en el hecho, según él verídico, de que la madre de Rommel había vivido en Tampico durante la revolución mexicana de 1910, y aseguraba que la táctica de Rommel en Africa era copia de la de Pancho Villa. Lo quise una enormidad como amigo y lo admiré como artista.
-¿Fue usted amiga de Frida Kahlo?
-Por supuesto. Fuimos grandes amigas y siempre fue encantadora conmigo. Diego nos presentó. La primera vez que nos vimos, naturalmente, Diego le dijo que con la única mujer que la engañaría sería conmigo, lo que nunca ocurrió, por supuesto. Aunque parezca extraño a quienes no tuvieron el placer de conocerla, Frida decía que era de lo más normal que su marido me adorara. Era ella toda bondad. En su corazón no había sitio para los celos. Amaba con ternura a Diego y veía en él a un ser sobrenatural, digno de ser amado y admirado tanto como Diego la amaba y admiraba a ella. Diego admiraba mucho la pintura de Frida, que a mí siempre me pareció excepcional.
-¿Cómo afectaba a Frida su condición de inválida?
-Por su condición, Frida Kahlo podía ver las cosas de manera más espiritual, y comprender e identificarse con los dolores de sus amigos. La amistad que mantuve con Diego y Frida fue una cosa sin precedente en mi vida, una experiencia libre de convencionalismos, una amistad desprovista de intereses, que elevaba mi ánimo hasta lo espiritual cada vez que nos juntábamos. Y nos veíamos muy seguido. Más allá de toda dimensión de tiempo o sucesos permanecen ellos en mi vida, porque la amistad supera el tiempo y la distancia de la muerte, así la entiendo.
-¿Cómo fue su relación con Agustín Lara?
-Nos conocimos durante la filmación de "La china poblana". El galán era Tito Novaro, amigo íntimo de Agustín, quien, al enterarse de mi admiración por su música, prometió presentármelo. Y cumplió su promesa. Me sentí encantada porque charlamos los tres como viejos amigos cuando llegó a vernos al set. Al final los invité a cenar a mi casa el sábado siguiente, despidiéndome con la ilusión de que el maestro Lara iría a visitarme. Yo lo admiraba mucho más de lo que él creyó siempre. El caso es que ese día sábado me indicaron que "Doña Bárbara" estaba concluida y que la podría ver en una exhibición privada. Por supuesto, me interesaba ver mi película y olvidé por completo la cita, sin embargo, al salir de casa me encontré en la puerta con Tito y Agustín, y tuve que confesarles que estaba tan entusiasmada que había olvidado por completo la cita. Agustín rió de buena gana, y propuso que fuéramos juntos a ver la cinta y luego a cenar. Vimos la cinta y me llenaron de elogios, que yo creí desmerecidos, pero, en verdad me gustó la película, aunque fuera mía. Fuimos a un restaurante y luego Agustín nos llevó a la casa de unos amigos suyos donde tocó el piano y cantó hasta muy tarde. Al final de la velada ya sentía una fuerte atracción por él. Pronto se hizo evidente que la atracción era recíproca: nos comenzamos a ver con frecuencia y me colmó de regalos. Finalmente llegó a mi casa un lindo piano blanco, con una tarjetita en que se leía: "En este piano tocaré mis hermosas melodías para la mujer más hermosa del mundo". Era muy gentil, por supuesto. Bueno, ahora tú respóndeme algo: ¿crees que tienen razón cuando dicen que soy altanera?
-No. Creo que son temores sin fundamento.
-Muy bien. Entonces hemos terminado de conversar. Tú viniste a preguntarme, y yo te he respondido.
-Una última pregunta, María, ¿cómo desea quedar en el recuerdo de los hombres que lean esta entrevista?
-Que sepan los hombres que están todos destinados a llevar siempre a cuestas un fantasma de mujer. No en la imaginación, sino circulando en la sangre."
En los días que acabo La Sala Oscura llega la noticia anunciando que la Doña María Félix se ha devuelto a la distancia, vayan estas líneas en su recuerdo. Ahora es también una inmortal. © Waldemar Verdugo Fuentes.

6) EL DESCALABRO DE LA BELLEZA.

Por Waldemar Verdugo.

-La belleza fue suficiente, hasta que dejó de bastar
-Cuando el cine desató la belleza del talento
-El reinado de las “malas”: del cabaret a Cahier Du Cinema
-La “reina mala” de la primera cinta chilena
-La “mala” hace todo lo que a la “buena” se le prohibe
-Dos malas de película: Joan Crawford y Bette Davis
-Las rumberas: perfectas “malas” latinoamericanas
-Entrevista a Ninón Sevilla: Un estilo difícil
-“Una pierna bonita siempre pone de buen humor”
-El feo Frankestein y nuestros terrores reflejados
-Las discrepancias capilares y exigencias
-Marilyn Monroe: perfecta.

En la década de 1960, cuando aparece Barbra Streisand con su nariz descomunal, un desfile de bellezas sin belleza rompieron los cánones tradicionales: la inglesa Rita Tushinghan (“La muchacha de los Ojos Verdes), y sus compañeras Lynn Redgrave (“Georgie, la Retozona”) y Julie Christie (“Doctor Zhivago”), la italiana Mónica Vitti (“El Desierto Rojo”) y la francesa Anouk Aimée (“Un Hombre y una Mujer”)... El estruendoso éxito de la Streisand rompió el esquema de que el talento debía ir aparejado con la belleza, como era lo usual en el cine. En Londres, la Tushinghan declara: “Mi nombre es Rita y soy la más horrible de las muchachas del horrible barrio popular de Scofield.” Lo que ocurrió es que el concepto de belleza cambió y también se aceptó el sólo talento como sinónimo de armonía. Y esto en gran parte fue gracias al camino que preparó el cine desde sus inicios, cuando la sola belleza física era suficiente hasta que dejó de bastarse a sí misma.
Hart Llewellyn, por varias décadas director de la escuela de maquillaje del Centro de Artes del Cine de Los Ángeles, afirma: “La profesión de un maquillador de cine es más ardua que la de un pintor o un escultor. Ellos crean según los dictados de su imaginación: nosotros tenemos que ceñirnos a los dictados del público, a los nuevos cánones de belleza de la sociedad. Nosotros tenemos que crear sobre la base del físico del actor o la actriz, además, porque son a su vez profesionales que se confían a nuestras manos. Para que Audrey Hepburn pudiera vestir el traje de baile de gran escote en la escena cumbre de “My Fair Lady”, tuve que maquillarla desde la raíz del pelo hasta la cintura. Audrey pesaba 41 kilos con casi 1.70 de estatura. Le contaba las 33 costillas y todos los huesos del esqueleto. Y su belleza era perfecta según los cánones en esos años. Después de los años sesenta, la belleza de los protagonistas pasó a ser secundaria, y debimos hacer énfasis, hasta ahora, en la caracterización. Antes se trataba de hacer a la gente más linda, ahora se trata de que hagan mejor su trabajo, así, incluso, desmejorando su imagen física”.
Según el fotógrafo inglés David Bailey, Mae West, la curvilínea rubia que hacía furor en los locos años veinte, hoy sería “una gorda simpática para atender en una fuente de soda. Hoy las mujeres no nacen bonitas. Se hacen. A mí dénme un cuello largo y una gran boca femenina. Yo hago el resto con mi cámara.” Bailey descubrió una de las bellas más bellas: la actriz francesa Catherine Deneuve (“Los Paraguas de Cherburgo”). La obligó a bajar siete kilos de peso y sobre sus rasgos demacrados dirigió un maquillaje diferente. Resultado: una segunda Greta Garbo (el único rostro de ayer que no provoca comentarios burlescos de los especialistas de hoy). Dudosamente de la Deneuve se reirán en el futuro.
Marlene Dietrich, la vampiresa que enloqueció a los espectadores de los años treinta con películas como “El Angel Azul”, en una retrospectiva exhibida en París arrancó un “¡Qué horror!” de Agnes Varda, la directora de “La Felicidad”. Explicó: “Marlene es la materialización dramática de la madrastra de Blanca Nieves. El dominio disfrazado de mujer según los cánones clásicos de las historias infantiles. Los adultos sabemos que todos somos malos y buenos según las circunstancias. La vampiresa prototipo es una estupidez.”
Sin embargo, el cine también ha inventado personajes por el puro placer de inventar, algo inherente a todas las Artes. Y quizás si como una manera que le es propia también al arte: la de reírse de sí mismos exagerando cánones sociales. La vampiresa en el Cine nace para reirse de la bondad absoluta: una belleza no necesariamente tenía que ser buena. La vampiresa es una mujer linda y mala: aunque las más de las veces sus actos están justificados por una necesidad prioritaria. El reinado de la “mala” marcó una época cinematográfica. Con los actuales cánones del cine la maldad absoluta en la pantalla casi no existe, sólo se practica relegada a la ciencia ficción. Es que es éste un estilo difícil. Y los conceptos han variado mucho desde los tiempos de Theda Bara, que marca el debut de “la mala” en 1914, cuando es creada para acusar la presencia de “la buena”(en que se inscribían estrellas como Mary Pickford y Lillian Gish). La “mala” fue creada para realizar todas las acciones que a la “buena” le estaban prohibidas. Theda Bara aparecía en la pantalla con ropajes estrafalarios que simulaban telas de araña y alas de murciélago, sugiriendo ser victimaria en búsqueda de presa; en el rostro, muy bello, pintada una sanguinaria sonrisa. Theda era literalmente una asesina en sus películas, al final siempre desagradada y sin un peso, pero íntegra. Su interpretación en "Cleopatra" es un clásico del cine mudo. Theda es la vampiresa en esencia: un género de mujer que podía hacer sufrir hasta lo indecible a otra mujer por un objetivo, o que no trepidaba en ser lo que fuera para levantarse a sí misma o a quien amaba. Nadie creía verdaderamente en los pecados de la vampiresa, como sí se creía en la pureza de la jovencita. Era, ciertamente, un cine ingenuo, enormemente exitoso.
En la década de 1920 las vamps se hacen menos siniestras, de acuerdo con las burbujas de la época; se suavizan, se hacen menos evidentes y francamente mimosas, como Nita Naldi seduciendo a Valentino en “Sangre y Arena”. El concepto fue cambiando a medida que la reina buena demostró que podía recurrir un poco a la sensualidad sin perder su lugar. Las primeras vamps del cine destrozaban completamente la vida de sus hombres y generalmente salían triunfantes. Luego comenzaron a divertirse un poco con uno y otro y al final sus “víctimas” retornaban a sus esposas y novias, quienes aprendían una lección y hasta algunas se decidían por adoptar algunos métodos de sus peligrosas rivales. En el momento en que la reina buena se decide a actuar, la reina mala desaparece. La vamp, cuando logra quedarse, es repudiada como “la otra” (tal cual Rita Hayworth en la versión sonora de “Sangre y Arena”). Las vampiresas clásicas terminan en la década de 1930, cuando son reemplazadas por las reinas malas. El reinado difícil de las malvadas alcanza su más alto concepto cuando aparecen entonces las actrices norteamericanas Joan Crawford y Bette Davis. El afiche de una película de Bette Davis, entonces, dice: “Nadie es tan buena cuando hace de mala”. A ella hoy se le recuerda, además, por sus ojos, y por la fuerza que ponía en líneas como: “Ajústense los cinturones. Será una noche tormentosa” (en “La Malvada”). A Bette Davis, durante su apogeo en Hollywood le decían “el quinto hermano Warner”, por su éxito de taquilla, pero también porque impuso cualidades consideradas entonces masculinas: fuerza, tenacidad, valor, una mezcla explosiva que la convierta en caracterizadora señera, la “mala” alcanza su más alto apogeo en Norteamérica en la década de 1940.
En esa época, el cine Latinoamericano rescata al personaje que parecía querer estancarse. Es cuando nacen las malas cabareteras que bailan rumba inventadas en la época de oro del cine mexicano. El género de rumberas, ha sido solo últimamente rescatado, disminuido cuando se le enfrenta con las otras Escuelas que surgieron entonces en la cinematografía mexicana; por su estilizada expresión las más de las veces (siendo esencialmente social en su última intención) ha sido poco rescatado. Nuestras cabareteras son una de las expresiones más alta que el cine hace de la reina mala. Ya Theda Bara había sido olvidada, y Bette Davis y Joan Crawford se habían hecho inalcanzables cuando surge la cabaretera en nuestros países, que se ubican, sin mayor esfuerzo en el gusto popular. Así nace la actriz de Cuba Ninón Sevilla, cuyos personajes de mujeres perdidas -digámoslo de una vez- en nada reflejan lo que ella es en la vida real: una dama encantadora de buen humor, cuya castidad en México es legendaria. Nació en La Habana, “pero filmé siempre demasiado poco en mi país, al que amo. He sido, en realidad, una actriz extranjera.”
Ninón Sevilla, que reside entre México y Estados Unidos mantiene su carrera vigente entre la televisión, el teatro en México y sus presentaciones personales. Una retrospectiva de sus películas en Tel Aviv, 1994, cerró con su presencia un ciclo que incluía una muestra doblada al idish: “Señora Tentación”, “Coqueta”, “Perdida”, “Sensualidad”, “Aventurera”, “Mulata”, “Carita de Cielo” y “Víctima del Pecado”. Ninón se hace respetar primero por los franceses, cuando es aplaudido el cine mexicano por los que iban a crear la “Nueva Ola”: desde “Cahier du Cinema”, directores como Emilio el Indio Fernández y fotógrafos como Gabriel Figueroa son primero “descubiertos” por Francia antes de que nuestros críticos latinoamericanos los aceptaran. En general, el cine de rumberas latinas, mezcla de vamp y malvada, fue muy mal visto por nuestras respetables burguesías, pero el pueblo las hizo también sus heroínas. Recuerda Ninón, en su casa en la Ciudad de México, donde conversamos con ella, en varias oportunidades entre 1980 y 1990:
“-Yo encaucé mi carrera a partir de 1950, cuando filmé “Víctima del Pecado”, dirigida por el Emilio "el indio" Fernández y con la fotografía de Gabriel Figueroa. Ellos me ayudaron a salir de prostituta pobre en mis películas. Me dejaron ser actriz. A mí siempre me resultó mucho más divertido representar a una mujer perdida que a una dama llena de remilgos. Yo amo mi trabajo porque siempre me divertí haciéndolo. La de rumbera es una manera dura de vivir. Y esa manera difícil es la que mostré en mis películas, y si hablo en pasado es porque ahora difícilmente se escriben guiones de “mala”; es un género casi perdido en el cine, porque ahora se le trata más con el ánimo de amedrentar que sólo el de mostrar, que debe ser la función por excelencia del cine. Porque la pantalla sólo sabe mostrar, no transformarse en dictadora de conciencias pues es algo muy peligroso. Yo mis películas, primero, las hice para mi propia diversión, difícil en la medida en que una actriz debe invertir todo su tiempo en realizar su trabajo. Y he trabajado con el espíritu de que debo divertir al público. Es cierto que la maldad absoluta no existe, y, en ese sentido, mis personajes sólo buscaban entretener. Desde que recuerdo me he levantado al amanecer para estar en el set muy temprano. El trabajo de una actriz, en esto, se parece al trabajo de una campesina, que comienza al alba y es un trabajo duro. Yo siempre pensé que si la vida fuera fácil, ¿qué gracia tiene?. Había trabajado mucho antes de ser requerida por los que sabían. Emilio y Gabriel, y toda la gente posterior con la que filmé, permitieron que me hiciera actriz. Fue cuando descubrí que no era importante si mis piernas eran bonitas o no; supe que lo que realmente importaba era lo que yo podría expresar con cada uno de mis huesos, con mis gestos, con el uso del entorno, que descubrí en esa época, porque antes estaba tan inexperta que, al salir a escena, no veía nada de la escenografía; entonces, aprendí a jugar con lo que me rodeaba también. La escena en el cabaret “La Máquina Loca” de Tlaltelolco (en “Víctima del Pecado”) la improvisé toda. Le dije a Emilio que abriera los micrófonos para que grabáramos directamente, sin play back, para que todo fuera más real: es que yo tenía que cantar allí, y yo no soy cantante, soy actriz, entonces, pensé "si grabo mi voz no tendrá el mismo ritmo del instante en que se capta la imagen, así es que ¡de una vez!" Y resultó bien. Desde entonces pedí en mis películas micrófono abierto y luego se hizo costumbre. Sólo he sido una actriz que ha usado la música para enmarcar su trabajo. Todos mis bailes los creaba yo misma, y traje de la Isla a Dámaso Pérez Prado, el mambo, el cha-cha-chá... Cuando me inicié en el Cine yo sí sabía algo de música, aprendí mirando simplemente, como todos en La Habana, en que uno ve bailar al pueblo desde que nace. Así adquirí la música: observando. A veces, algún director me decía:
-A ver, aquí quiero que baile usted algo tropical.
-Sí. Pero, ¿ Qué cosa tropical quiere que baile?
-Pues, lo que sea tropical -respondía. Y decía yo:
-Pero señor, no expresan lo mismo un mambo que una cumbia o que un cha-cha-chá o una rumba. Cada baile es una expresión diferente, tiene su propio significado. ¿Qué quiere usted que exprese? ¿Usted sabe lo que es una cumbia?
-Sí, sí, ¿Cómo no?. Es un baile tropical.
-Sí, claro -decía yo. Eso es una cumbia. A la hora de filmar, llegaba yo al set y me presentaba con mis vestidos, y el director decía:
-¡Ese no es el vestido que yo ordené!
-¡Claro que no! -le respondía-. Ese vestido lleno de pencas de plátano de ese tamaño, eso no me pongo yo. Lo que usted quiere que yo lleve es una mala copia de lo que vestía Josephine Baker en París, que a ella le quedaba muy bien, pero, eso no lo usaría ninguna mujer cabaretera en nuestros países de América... Así hice bordar en mis ropas plumas de pájaros nuestros, hice bordar nuestras flores y me planté en la cabeza vasijas pintadas con escritura maya, con grecas araucanas y soles incásicos... Y cuando no me mostraba bailando, mis ropas eran lo más elegante que podía imaginar, insinuando mucho y mostrando hasta donde era posible sin ser grosera, como son nuestras cabareteras: en Latinoamérica la cabaretera que rescató nuestro cine es ciertamente una mujer mala, pero que sólo actúa malvadamente forzada por las circunstancias. Son mujeres que han caído muy bajo, impulsadas por la vida. Yo el aire de vampiresa lo adopté de Theda Bara, le puse música y bebía y fumaba. La mujer burguesa jamás fumaba en público en esa época, salvo raras excepciones: yo a la primera mujer que vi fumar en público fue a la escritora chilena Gabriela Mistral, y causaba sensación. Así, las mujeres que hice en el cine fumaban y bebían en público, y a la gente le encantaba. Porque iban al cine a ver a sus heroínas malvadas esperando que actuaran como tal. Era un estilo difícil.”
En “Aventurera” vemos a Ninón Sevilla haciendo de cabaretera. Es una mujer perdida, abrumada, envuelta en un traje plateado que resalta su belleza, abierto hasta muy arriba del muslo, subida en sus zapatos muy altos tomados con tiritas (que, a partir de ella, serían imprescindibles en la vestimenta de las actrices que tocan el género); la vemos con una copa en la mano que dobla cada vez más; así recibe la espléndida revelación de que tiene que aceptar “ser lo que se es”: en ese ambiente sórdido de un cabaret sabe, definitivamente, “lo que soy realmente”, sin otro destino posible. Entonces, cruza, espléndida, el salón, mientras canta Pedro Vargas la música enorme de Agustín Lara, que escribió las canciones de la mayoría de sus películas. Este es, en esencia, el personaje de reina mala rescatado por el cine latinoamericano: una mujer recargada en una columna, fumando, pensativa, melancólicamente fascinante, esperando lo que sea que tenga que llegar, o nada “que al final, ni importa”. Esa escena de “Aventurera”, quizás la mejor lograda de cabaretera en nuestro cine latino, la filmó Ninón en tres minutos, lo que dura una canción, y creó un estereotipo inimitable, intentado una y otra vez a partir de entonces, especialmente en el cine europeo, y particularmente en Francia, donde la adoptan como al tango. En “No Niego mi Pasado” es una prostituta falsa e ingeniosa, que con un cómplice explota a los hombres con trucos "para “ayudar a mi familia a poner una tienda”. Al final se casa con el hombre del cual se enamora: un rico industrial que le “perdona todo el pasado”; retratando, por primera vez en nuestro cine latino ese nuevo tipo de familia fundada luego de la Segunda Guerra Mundial, en que “el amor todo lo perdona”.
Ya definitivamente la “mala” deja de ser malvada. Son mujeres que se imponen, primero, por su belleza, que las hace básicamente simpáticas. Sus crímenes los hacen forzadas por alteraciones emocionales más que por cálculo. Son mujeres fuertes, que nunca se arrepienten (al igual que las primeras vamps del género), como resignadas a cierto destino infranqueable en las cosas que las obliga a actuar, como un as o un rayo: se alzan contra la imagen de la madre abnegada, siempre incorruptible en la historia del cine, salvo raras excepciones anglo sajonas, porque en Latinoamérica siempre, al respecto, primó nuestro matriarcado ancestral. Así, la rumbera del cabaret nace como protesta también a un sistema. En plena filmación, Ninón improvisaba frases como:
"Esas, ¿ Por qué tienen abrigos y pieles y yo no?", o
"Voy a arañarte. Espera que se seque el esmalte de mis uñas", o
"Con estas piernas ¿Qué otra cosa podía yo hacer?".
Recuerda Ninón: “En mis películas, todo lo que yo inventaba era, por supuesto, congruente con el personaje. Me posesionaba completamente de mis papeles, pensando en que el público debía creer lo que yo estaba mostrando, y, para lograrlo, debía, primero, creerme yo misma, lo que me obligaba a olvidar toda una serie de valores... Cuando terminaba de firmar, era como si despertara de un sueño, y me preguntaba: “¿Qué pasó?”. Era como si el personaje me hubiera posesionado y yo decía: “Bueno, es que he renunciado a mí un momento, nada más un momento”. Una vez, mirando unas pruebas, vi como decía groserías de alto calibre, y lo habían filmado todo sin inmutarse; pensé: “Esa que habla no soy yo, no puedo ser yo”. Y pedí que se eliminaran todas esas partes de la versión final. Porque, si bien mis personajes son mujeres violentas en sus circunstancias, la mayoría nunca son vulgares. Porque la violencia extrema no es vulgar, al contrario, es de lo más sofisticada. Las rumberas cabareteras de nuestro cine latino son consecuencia de un estilo más innovador que receptivo, sin ceremonia, tal cual una curva en un camino largo, en que la risa fácil forma parte de él, así como las decisiones inmediatas, inherentes al cabaret, a la vida en esos lugares. Por ello, son personajes perfectamente creíbles en todas partes. Cuando me invitaron por primera vez a Japón, por una retrospectiva de varias de mis cintas, en Kioto, cuando vi mi primera película traducida al japonés, me pregunté cómo lograban entender la trama, porque en muchos parlamentos no veía subtítulo alguno; allí supe dos cosas: la enorme de capacidad de síntesis de algunos idiomas, y el lenguaje universal que podía ser el cine, tal cual hoy es. Por supuesto que, en nuestra época, nosotros trabajamos sin saber que lo que hacíamos podría trascender. Simplemente hicimos nuestro trabajo lo mejor que podíamos. Nada más”.

En estos primeros cien años del cine, los hombres que actúan e hicieron papeles de “rey malo” casi no lograron transmitir ese desprecio por el mundo que expresan las reinas malas, ni lo abismante de su caída. Salvo raras excepciones (como Anthony Perkins en “Psicosis”), siempre las mujeres impactaron más en este género. Las vamps impactaron mas que los gigolos. En Norteamérica, por ejemplo, Bette Davis no tiene una estrella masculina que se le compare, ni siquiera que se le acerque; la excelencia ha hecho de estos papeles de los más difíciles de encarnar; y a las actrices ya no les importó aparecer desaliñadas, con años de más, si es un buen papel de “mala”, pero se hicieron cada vez más escasos. Así, a partir de los años sesenta hasta ahora hemos visto mujeres gangsters, espías, posesionadas, sicópatas, mujeres fenomenales, en que sus manías las sume en límites increíbles a pesar de lo cual, contadísimas lograr destacar. Ya en los cincuenta se inicia la lista; cuando surgen en Hollywood Lana Turner (en “El Cartero siempre Llama dos Veces”), Ann Blyth (en “Mildred Pierce”), Jennifer Jones (en “Duelo al Sol”), Ava Gardner (en “Los Asesinos”) y Linda Darnell (en “Ángeles Caídos”). Heredera vigente de esa tradición es Elizabeth Taylor, que se inscribe en el género haciendo de prostituta elegante en “Una Venus en Visón”. Después usa sus primeras canas, engorda y se emborracha haciendo gala de un lenguaje como nunca se había escuchado en una cinta de Hollywood (en “¿Quién le teme a Virginia Wolff?”), ubicándose definitivamente, a partir de entonces, como una de las grandes actrices del primer siglo del cine.
Se dice hoy que Liz Taylor es la última gran estrella viva del cine pionero. Y no es una verdad lejana: ha dedicado su vida a Hollywood. Ella hizo tambalear la economía de los estudios con el costo de “Cleopatra”, que superó en varios ceros a la derecha el desastre que representó “Las Raíces del Cielo”, de M. Cimino, en la década de 1970. Sin embargo, Liz devolvió con creces a Hollywood su extravagancia en películas posteriores que no sólo aportaron grandes ganancias (y lo siguen haciendo), sino que, además, quebrando el mito de que las estrellas no necesariamente debían saber actuar: sólo mostrarse glamorosas. Es la primera estrella que no temió mostrarse avejentada y soez en beneficio de una interpretación. Encarna por excelencia el decir que el cine pudo suplantar a la naturaleza: en un momento en que Hollywood “vendía” belleza, ella se hizo fea a propósito. Liz Taylor pasó su niñez entre los sets hollywoodenses: hizo sus estudios en la Escuela para niños actores de la MGM, es decir su mundo fue siempre el del Cine y a ese mundo se brindó, con gran acierto. Cuando filma “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, ya su belleza hacía varias décadas que era legendaria, más la fama mundial que le había acarreado una tormentosa vida sentimental que las revistas del corazón aún reseñan; entonces es cuando rompe con el mito de sofisticación, engorda, se desgreña y filma junto a Richard Burton el soberbio guión de Edward Albee. La fórmula fue: “Desahogar los inevitables odios conyugales en el celuloide y conservar la ternura para la vida real".
De Liz Taylor escribió Richard Burton: “Ella pretende ser una arpía, porque cree que le sienta bien a una esposa que en cada película gana exactamente el doble de su marido, pero no lo consigue. A pesar de sus dos millones por film, yo, con uno solo, llevo los pantalones. Cuando se me insolenta le recuerdo que tiene un cerebro de pajarito y eso es suficiente para que se eche a reír y me dé la razón. Sin embargo, es extraordinariamente inteligente y es extraordinariamente ignorante. ¿Quién no lo sería educada en el colegio de los Estudios de la Metro Goldwyn Mayer? Reconozco que tampoco le he aportado mucho. Tal vez una cierta apertura mayor a la vida y al mundo que nadie le dio antes. Cada vez que le hago pasar un test de inteligencia resulta por encima del término medio; lee poesía, tiene muchísimas concepciones acertadas sobre el arte e incluso pinta nada de mal... Conocí a Liz cuando tenía diecinueve años. Creí que era tan inaccesible como irresistible. Para mi gran sorpresa, la conquisté en un dos por tres. Su inaccesibilidad era un mito: en cambio, su belleza es real. Continúa siendo un verdadero prodigio de belleza, una obra maestra de la naturaleza... Su busto es sensacional, perfecto. Nuestros verdaderos amigos nos aconsejaron hasta el cansancio no hacer “Virginia Woolf”. Decían que Liz echaría por la borda todo lo que había conquistado en su carrera con el glamour. Y pensaban que rompería nuestra vida conyugal dada la tremenda fuerza del odio que la obra desencadena en dos seres unidos por el matrimonio. Las predicciones no se cumplieron. Por el contrario. Estamos justamente evitando reproducir ese tipo de escenas en nuestra vida real... Liz no ha vuelto a decir una palabra grosera en nuestras rencillas; antes las decía. Pero si bien es verdad que no peleamos, reproducimos los peores diálogos de “Virginia Woolf” frente a nuestros hijos como un juego. Se acostumbraron a oírlos desde que estábamos rodando la película. La crudeza del vocabulario les encanta. Liz piensa que está bien que aprendan lo peor del inglés por boca de sus padres. Una teoría discutible, pero dejé que la pusiera en práctica. Ella es una mujer que jamás haría escenas con lágrimas para sacar ventaja. Bendita sea. Si quiere un abrigo nuevo de visón o traer una especie de conejo-ratón a casa, como lo hizo, juega a la esposa dedicada durante días y días, hasta que lo consigue. ¿La mejor de sus recetas? Esperarme con un tazón de sopa caliente cuando vuelvo a casa con algunos tragos de más.”
Se casaron dos veces. Hoy Burton ha muerto pero quedará en la memoria del cine como uno de sus más altos intérpretes. Elizabeth Taylor ha enfocado su energía para ayudar a los enfermos de la peste del siglo, el VIH-Sida, y a filmar cuando quiere o la convencen. Y a la final ni importa. Haber sido Liz, ¿no es, acaso, suficiente?
Es cierto, sin embargo, que, si bien “¿Quién le teme a Virginia Woolf?” es un punto alto en el género de las reinas malas, antes y después en el tiempo inmediato a que se filmara, hubo otros aciertos importantes. En 1958 surge Susan Hayward, al filmar la historia de la primera mujer condenada a la silla eléctrica (en “La que no Quería Morir”), y Bárbara Stanwyck logra llegar con “El Extraño amor de Martha Ivers”. En Norteamérica la tradición se quiebra en dos cuando surge Marilyn Monroe, al transformar el papel de “mala” en el de villana ingenua (a partir de “Niágara”), que convierte el reinado en un punto y aparte. Ya entonces el auge había llegado a Europa, y se harían innumerables intentos, pero, ni antes ni después, actriz alguna llegaría a igualar a Marilyn. Entre las películas que fueron populares en Latinoamérica podemos citar de Francia a Simone Signoret encarnando a una adúltera (en “Almas en Subasta”), y es una de “Las Diabólicas”, donde también se ubica una insuperable Annie Girardot; surge también Jeanne Moreau (en “Diario de una Mucama”), aún cuando el rol de “mala” en el cine galo es por excelencia patrimonio de Viviane Romance, en sus papeles que popularizaron en todo el mundo el término “Femme Fatale”. Desde Inglaterra se ubica a Sarah Miles (en “El Sirviente”) y después, a Julie Christie, que en “Darling” es una reina mala envuelta en desconcierto y dudas. De Suecia, Harried Handerson es una intrigante perfecta en “La Noche de los Forasteros”. De Italia se ubican dos cintas memorables: “Bocaccio 70” (el único rol de “mala” que logró Rommy Schneider), y “La Dolce Vita”, el memorable film de Federico Fellini en que surge Anita Ekberg bañándose vestida en una fuente pública, cierta noche de calor...
Las dulzuras de Dolores del Río, los rizos de Shirley Temple, las lágrimas de Ingrid Bergman, las niñerías de Debbie Reynolds y Doris Day, están muy alejadas de estas reinas, que mantuvieron su sitial con firmeza: Bette Davis, que murió en 1989, nunca dejó de encarnar estos papeles; así, al final de su vida, aún hizo “¿Quién yace en mi tumba?”, donde interpreta el doble papel de unas hermanas, ambas asesinas, y “¿Qué pasó con Baby Jane?”, donde hace dupla con Joan Crawford en un clásico del género. De Bette Davis repite Kim Novak, en la década de 1970, el papel de “Mildred” en “Servidumbre Humana”), y lo hace bien. También en esos días Anne Bancroft (en “El Graduado”) entrega su “señora Robinson” una “mala” con la que soñamos encontrarnos todos los que éramos adolescentes en esa época. En la década de 1980 surge Glenn Close, haciendo muy buenas “malas” en “Relaciones Peligrosas” y “Atracción Fatal”... Es cierto que una lista completa de actrices que han moldeado su estatura haciendo estos roles, no es muy larga. Así el personaje de “mala” haya sido recurrente lo mismo en Hollywood que en el Cine que se hacía, desde un comienzo, en otros lugares.
En Chile, por ejemplo, la primera película argumental, muda, que se filmó (estrenada el 16 de agosto de 1916), que se ubica también como la primera censura oficial en América, como anotamos, está basada en una reina mala: Corina Rojas, una mujer que cometió un crimen en la calle Lord Cochrane de Santiago. La cinta, de nombre “La Baraja de la Muerte” (o “El Asesinato de la Calle del Lord”) causó revuelo en la época, porque , en la vida real, aún no se dictaba la sentencia en contra de la asesina (interpretada por Palmira Fernández), lo que hizo posponer su estreno por decisión de la Alcaldía. El argumento lo escribió Claudio de Alas, poeta colombiano; y la fotografía fue realizada por el italiano Salvador Giambastiani; ambos animadores de la bohemia del Santiago de entonces. La prensa acogió bien el film: el diario El Mercurio dice: “Excelente. Hermosos paisajes y originales efectos de contraluz, puestas de sol, interiores...” En La Opinión se destaca que hubieran filmado tres mil metros de película, pero lamentan que la cinta “haya tenido asidero en un crimen escandaloso.”
En México, en 1920, la actriz de cine extranjera que más despertaba la curiosidad del público era la vamp Theda Bara. El 11 de abril de ese año en Revista de Revistas del D.F. se lee: “Ella habita una mansión cuyo interior se parece a un templo indio. En su gabinete se acumulan permanentemente nubes de incienso, hasta el punto de que la habitación siempre está en sombras y tal atmósfera marea y aún da náuseas a quien no tiene costumbre de respirarla. Los celajes del incienso se agitan y desgarran y vuelven a condensarse. En tal instante se distingue un Buda que parece como que rechina los dientes. Theda Bara ha colocado sobre el Buda una fotografía en que aparece ella con mirada plácida, apoyándose sobre un pálido oso polar. En esta fotografía Theda Bara finge mirar a todo el que se halla en la estancia. La habitación está cubierta de una tapicería fantástica, candelabros orientales de formas rarísimas en los que arden perfumados cirios consumidos a medias y cuya rama rosada no luce sino claridad maléfica. Una herradura de oro, amuleto de la fortuna, regalada por un regimiento militar admirador de Miss Bara. Almohadones turcos y otros objetos constituyen el gabinete de Theda Bara. El incienso sigue penetrando en la habitación anegándola y Theda se acomoda en un redondo sofá sobre cinco almohadones; enciende un cigarro de tabaco dulce y perfumado su criado japonés, ella lo mira hacer con los ojos brillantes. El japonés saborea el cigarrillo primero, aprueba a lo que se adivina, pues no dice palabra, el buen sabor del tabaco y el perfume del humo. Theda Bara no ama al Cine, y sin embargo el Cine ha creado a Theda Bara fama mundial. La gente cree que Theda Bara es un vampiro...”
Ya en ese entonces la “mala” era recurrente en el cine mexicano. Cuatro años antes, en 1916, Mimí Derba, una primera figura de la actuación en el país de la época, explotó el género con éxito inusitado (aunque ella misma se cuidó de hacer de “buena” las más de las veces). A Mimí Derba se debe la fundación de Azteca Films: al menos su talento incentivó los capitales para la creación de la primera Productora de películas formalmente investida en Latinoamérica, que se hizo con las mejores intenciones. Se lee en El Universal del día 27 de noviembre de 1916, firmado con el seudónimo de “Henry”: “Mimí Derba hará películas. El Cine nacional como un medio de enseñanza pública. Dice un escritor mexicano distinguido (se refiere al Reformador José Vasconcelos): “Nosotros pensamos y declaramos públicamente que si no es educar, no sabemos cuál puede ser la misión esencial, fundamental, única del gobierno en países tan atrasados como los nuestros”.
“En efecto -sigue el cronista desconocido-, en la educación pública esencialmente están fundados los destinos de nuestro país y hay que contribuir a ella todos y con todos los medios que proporcionan los adelantos modernos. La idea que la singular artista Mimí Derba está llevando a la práctica referente a la formación de una empresa cinematográfica que desarrolle asuntos de interés nacional inspirados en temas netamente históricos, que muestren las verdaderas costumbres mexicanas y que estimulen el ánimo público orientándolo hacia las tendencias sociales que nuestra civilización requiera, es muy digna de tenerse en cuenta dado el alcance de utilidad que puede representar con el tiempo en el terreno de la educación popular. Una película cinematográfica deja más impresión en quienes las miran que todos los libros que cuenta el mismo tema, que todos los oradores que lo expresan... Sobre todo si se trata de impresionar el ánimo de una clase social como nuestras clases media y baja. Los rasgos característicos de un personaje de cine son más comprendidos e imitados que todos los consejos... Dice el filósofo inglés Hurley: “La educación consiste en formar hábitos, en sobrecargar con una organización artificial la organización material del cuerpo de manera que los actos que antes demandaban un esfuerzo consciente, lleguen a ser inconscientes y se ejecuten maquinalmente”: ¿Y qué mejor manera de formar hábitos y de impeler a nuevas costumbres que con el atractivo de múltiples ejemplos de la vida real, desarrollados por personajes típicos en los que el éxito, la gloria y la fama coronen el esfuerzo o el ingenio que sirven de fondo moral al argumento?.
“W. Gustavo Le Bon escribe en su “Psicología de la Educación”: “En la fase de la evolución a la que la ciencia y la industria han llevado al mundo, las cualidades de carácter desempeñan un papel cada vez más preponderante. La iniciativa, la perseverancia, la energía, la voluntad, el dominio de sí mismos, son aptitudes sin las cuales todos los dones de la inteligencia son casi ineficaces”. Hay que pensar en la fuerza con que un argumento y buen desarrollo escénico cinematográfico puede infiltrar en el ánimo de los observadores, cualidades como la iniciativa, la perseverancia, la voluntad... La idea de Mimí Derba, en todo el alto concepto que ella la ha concebido, y sus trabajos encaminados a los fines indicados, debe ser motivo de satisfacción para la iniciativa y pueden ser el primer paso en una obra muy importante de la cultura. Es de desearse un éxito completo a la bella artista y a la empresa, y es de esperarse el apoyo y estímulo de las personas que están en condiciones de otorgarlo”.
Un certero investigador del cine mexicano (Luis Reyes de la Maza, en su obra “Salón Rojo”) comenta a propósito del texto citado: “Exageraba bastante este “Henry” al creer que el cine mexicano iba a cumplir una labor pedagógica. Creemos que ni siquiera la propia Mimí Derba, ni mucho menos sus socios, tuvieron esa idea, dado las películas que hicieron poco después.” El crítico se refiere a que las producciones iniciadas en Azteca Films aludían temas en que también “la mala” era protagonista. De hecho, la primera producción de Azteca Films (estrenada en julio de 1917) es la historia de una “buena” enfrentada a una “mala”, que recibió críticas diversas. Apoyo a la cinta dio el crítico R. Cabrera (que filmaba con el seudónimo de “Solía”), quien escribe en El Pueblo el 15 de julio de 1917: “Con la clásica indiferencia que nos caracteriza a todos los mexicanos, apenas si alguno recuerda que desde hace cosa de diez años se imprimieron las primeras cintas cinematográficas en México inspiradas en asuntos nacionales y por consecuencia llamadas películas mexicanas, aún cuando en su manufactura no siempre entraran precisamente elementos mexicanos. Por eso tenemos que desmentir la falsa versión propalada por allí de que películas como “La Luz”, “El amor que Triunfa”, “Triste Crepúsculo” y otras, hayan sido las primeras manifestaciones del Arte de la cinematografía entre nosotros; aquellos fueron desde luego, muy primitivos ensayos precursores de lo que más tarde habían de dar la perseverancia y la experiencia. Persona enterada del asunto nos refería la coincidencia de que el mismo señor Enrique Rosas, de la firma Rosas-Derba, y fundador con nuestra estimable artista de la Compañía Azteca Films, artista, operador y técnico que hoy trabaja y dirige impresionando los filmes de la Azteca, fue el autor de uno de los primeros ensayos de este género de industria con la película llamada “El Rosario de Amozoc”, en la que el señor Rosas tomó también participación como actor, y con esto nos viene el recuerdo de aquel “Don Juan Tenorio” que vimos adaptado al Cine por el expresado señor rosas y desempeñado por José Chávarri y otros actores mexicanos, y del “Cura Hidalgo”, hecho por Felipe Haro, que para dar verdad histórica a la cinta se trasladaron a Dolores Hidalgo y a otros lugares donde se desarrollaron acontecimientos cumbres de nuestra Independencia.
“Aquellos fueron, pues, a no dudarlo, los albores de la producción cinematográfica mexicana, por lo que las obras que en estos días se nos ha dado a conocer, ocupando su verdadero lugar de últimos adelantos del Arte de la Cinematografía en nuestro país, acusan un marcadísimo grado de progreso debido a los conocimientos técnicos que afortunadamente no son ya un secreto para los que aquí se dedican a esos trabajos. Nosotros no acostumbramos hablar, como suele decirse, por boca de ganso, y así, en cuanto supimos de la formación de la Compañía Rosas-Derba, constituida con el exclusivo fin de hacer obras de arte que pudieron llamarse nacionales, nos apresuramos a visitar el local que en sus principios estaba muy lejos de hacernos sospechar que llegaría a lo que ahora ha llegado, es decir, una planta formada por varios edificios adecuados al objeto de la industria a que se dedica, dotada de cuanto aparato y accesorios exige la cinematografía moderna... Constituida legalmente en virtud de escritura pública, procediendo a hacer las cosas paulatinamente y comenzando por donde debían buscar su principio, es decir, por la adquisición de un terreno magnífico por su situación y dimensiones, para construir los talleres y hacer todas las instalaciones requeridas por esa industria... Una vez levantados los departamentos destinados a escenarios, fotografía, cuarto oscuro, revelado, utilería, camarines, administración, etc., se hicieron contratos con libretistas, actores, pintores, maestros de bailes, directores de escena, y con cuantos debían intervenir en los ensayos y desempeño de las obras que se proyectarían en la pantalla... Y se comenzó a trabajar con la ayuda del suficiente capital en metálico que si bien no permite hacer todo lo proyectado con la fastuosidad y grandeza que la exigencia pudiera, sí proporciona los medios de poner las producciones de esa casa con el decoro y propiedad que son como hermanos inseparables del verdadero Arte... Este cronista ha seguido paso a paso la historia de esta sociedad. Una persona que ha vivido estos dos meses de vida común en aquella casa, nos decía cómo ha visto de cerca los obstáculos nada despreciables que hubo necesidad de vencer, cómo oyó más de una vez los desalentadores y desfavorables augurios que acerca de su porvenir lanzaban los incrédulos... Mimí y cuantos la rodean deben sentir legítima y noble satisfacción ante la primera obra concluida que ayer habrá conocido el público de México en su estreno en el Teatro Abreu.”
El día 16 de julio de 1917, en El Pueblo, el mismo cronista anota: “Un triunfo merecido para “En Defensa Propia”, la primera película artística de manufactura nacional. Heme aquí metido resueltamente a croniquear el arte mudo del cinematógrafo, por obra y gracia de un momento de verdadera emoción artística... Los antecedentes que teníamos de “En Defensa Propia”, argumento debido a la talentosa Mimí Derba, eran tan encomiásticos todos ellos, que francamente hubimos de aumentar nuestras reservas... Y aún a riesgo de caer en la rutina de viejos moldes, parécenos esta ocasión propia para hacer una ligera exposición del asunto desarrollado en la película, por lo que seguidamente damos la síntesis del argumento: se trata de una muchacha, Enriqueta, que se queda completamente huérfana, obligándola a trabajar el desamparo; encuentra acomodo en la casa de Julio Mancera, joven viudo y rico que siente más marcada la amargura de la soledad con la responsabilidad de su pequeña hija, entrando como institutriz de la niña, que prontamente se encariña con Enriqueta, en cuya ternura y en cuyos cuidados halla el cariño maternal que no la fuera dable conocer. Julio se interesa por la institutriz, y una vez correspondido, la hace su esposa, dando a su hija una verdadera madre y a él la renovación de su amor perdido. Pero en esto llega a México, procedente de Europa, una prima de Julio, Eva, refinada coqueta, un tanto exagerada en sus modales parisinos, que logra distraer al hasta entonces ejemplar esposo, robando poco a poco a Enriqueta su cariño hasta que ya en la pendiente traspasa los límites de la prudencia permitiendo que Julio la distinga con su preferencia, aún sobre su esposa y que ésta guste demasiado pronto de la pesada carga del matrimonio que poco a poco se resuelve en el infortunio de su vida...”
Se excusa luego el crítico R. Cabrera “Solía” (uno de los pioneros del ensayo cinematográficos en Latinoamérica) explicando que sus impresiones de “En Defensa Propia” eran “por natural instinto” (como se dice que es el inicio de la crítica como arte); y llega a narrar el desenlace mismo de la película: el triunfo de la “buena” sobre la “mala”, y expresa que “ni que decir tiene que la interpretación resultó en verdad irreprochable por parte de todos, y admitiendo el calificativo de magnífica por lo que hace a las principales figuras... Mimí está sencillamente encantadora (la buena) acusando un estudio completo de su papel: inteligente, enamorada, buena y hermosa, mujer superior, en una palabra, que sabe encontrar al peligro supremo de su vida la solución más acertada, sin violencia y sin atolondramientos. La artista, a quien la crítica ha puesto reparos en el teatro acusándola de exceso de frialdad, se muestra en la película llena de sensibilidad y de vida, dentro del marco exigido por su papel. Y si Mimí está tan encantadora, María Caballé (la mala) está espléndidamente bien: frívola, coqueta, apasionante, insinuante, elegante y ardosa; es un papel también muy aplaudido por la numerosa concurrencia que llenaba el cinematógrafo...”
Así era: el fervor del público era tanto para la “buena” como para la “mala”. En septiembre de 1917, al estrenarse una nueva película de la Azteca Films (“La Soñadora”), el día 27, en el diario El Pueblo, otro cronista cuyo nombre no quedó registrado, dejó una espléndida nota: “Desde que se estrenó “La Luz”, “primera película de arte nacional”, como se ha dado en llamar a toda obra cinematográfica hecha en México (tal vez por este sólo motivo), no había vuelto a ver otra hasta el jueves pasado en el Salón Olimpia, donde se proyectó “La Soñadora”, último trabajo de la Azteca. El salón era pequeño para contener el número tan crecido de espectadores, cuyo entusiasmo por admirar la película era superior a la inquietud que había puesto en las almas la noticia del eclipse de los tostones. A fin de comprar mi boleto tuve que esperar un forzoso y prolongado rato y a mis oídos llegaba con la amargura de un adiós el grito de las monedas. Ya en mi asiento un vago sentimiento de temor me inquietaba, tal vez porque dudaba del éxito. Cuando apareció Mimí Derba en la pantalla, mi inquietud aumentó. Mimí es una mujer que produce una impresión de fuerza, de realidad, de clara turbación... Pero al tiempo pensé: eso no es un obstáculo para que tenga un alma soñadora y después de hecha esa reflexión esperé; no me equivocaba: Emma, nombre de la protagonista desempeña un papel violento y doloroso, muy lejano del ensueño. La película es digna de elogio, más que por el argumento, que es poco interesante que en muchas ocasiones falto de espontaneidad, por el entusiasmo y buenas disposiciones que demuestran los actores para desempeñar su papel discretamente, lo que a veces logran con todo éxito, sobre todo Mimí Derba, que tiene momentos de agradables y conmovedora naturalidad, como en la parte novena, cuando se encuentra en la prisión triste y fracasada, llega, con sólo la expresión de su semblante, sin recurrir a ademanes y aspavientos ridículos, a manifestar con delicada elocuencia toda la tragedia de su vida.
“También la Uthoff, en el papel malévolo de Juana, logra a veces una feliz interpretación... Ahora me permitiré tratar brevemente esa multitud de detalles que parecen no tener ninguna importancia, pero que a la postre son los que casi siempre orientan el criterio del público. En la primera parte, cuando el pintor Ernesto se encuentra por segunda vez a Emma, en una de las calzadas de nuestra hermosa Alameda e insiste en que le sirva de modelo, se leen en el lienzo estas palabras: “Ella dijo un sí como un leve suspiro”, pero Emma es tan vehemente en la expresión que más que un leve suspiro es una afirmación rotunda. En la sexta parte, cuando el millonario Bremen sorprende a Emma con Luis, se nota lo forzado del momento; yo no sé de ningún mortal que tenga la serenidad, al ser sorprendido por el amante de la mujer con quien está, de darle besos y despedirse amorosamente antes de huir. Causaba mortificación ver al pobre Bremen, enloquecido de cólera y de despecho, a veinte pasos de la infiel, esperando que su rival huyera para acercarse a ella, y reprocharle su conducta. La fiesta que da pretexto a tal escena la encontré completamente falta de novedad: el minué que bailan los invitados, todos vestidos al estilo Luis XV, torpemente ejecutado, pues termina cada quien como mejor puede, resulta desusado en estos tiempos violentos, de danzón y fox trot. Dos o tres de los varones, en su deseo de aparecer gentiles, levantaban tanto el pie al andar, que no parecía que pisaban sobre blanco césped, sino sobre un campo sembrado de cascos alemanes. Cuánto mejor hubiese resultado que la “belleza nacional” de Mimí se hubiera presentado ataviada con el típico traje mexicano “compunteando” un alegre y atrevido jarabe. Lo mismo cuando está en la cárcel por el delito de homicidio con todas las agravantes: las compañeras de prisión son cuatro o cinco inditas desharrapadas e inofensivas, a quienes si se les preguntara por qué las tenían allí responderían seguramente: ¡Quién sabe!
“Antes de lo anterior, aparece una hermosa avenida del Bosque de Chapultepec por donde viene, en compañía de sus amigos, nada menos que Mimí a horcajadas sobre un brioso corcel, luciendo una original indumentaria; ese espectáculo, para nuestro México asustadísimo y malicioso, se presta a deliciosos comentarios. Morirse de mentiras es más difícil que morirse de veras; con muy raras excepciones, siempre que en el Cine o en el teatro veo morir a un semejante, me produce una impresión muy diferente a la que debería sentir: casi siempre me dan ganas de reír. Cuando la Uthoff se muere a consecuencia del balazo que con fatal puntería le dispara Mimí, volví a sentir la misma impresión: al caer se le recoge un poco el vestido dejando al descubierto media pierna; es tan violenta la rigidez que la inmoviliza y tan imposible la posición que guarda la inquietante pierna, que francamente me puse de buen humor.”
En verdad, desde sus inicios una pierna bonita en el cine ponía de buen humor a los hombres donde sea que estuvieran: es cierto que las primeras vampiresas pocas veces mostraron más, pero eso era suficiente para despertar la esperanza en lo que no se tenía, pero que existía, allí, en una pantalla de cine. ¿Si algo se veía en una pantalla, justo allí, vivo, por qué no podíamos toparlo en la vida real?. La fuerza de la imagen con que entró el Séptimo Arte fue, en este aspecto, enorme, y es lo que ha de darle permanencia más allá de nosotros: por el efecto inmediato de lo visual. Lo que vemos, existe (tal es su acierto fortuito). La impresión de la belleza, entonces, como en todo arte, es también aporte inmediato del cine; el impacto inmediato de aquello admitidamente bello o admitidamente repulsivo han sabido dar al Séptimo Arte algunos de sus momentos más perturbadores y emocionantes.
Frankestein, naturalmente, forma parte de este descalabro de la belleza: es el hombre producido en un laboratorio, que no alcanza ni remotamente la belleza física del natural. Mary Shelley, la creadora del personaje, lo inventó a manera de ejercicio, sin premeditar un mito que era ya famoso en la literatura cuando el cine lo universaliza a partir de la primera cinta “oficial” que se firma con el personaje en 1931 (“Frankestein”, de los estudios Universal con Boris Karloff). Mary Shelley escribió la obra a los diecinueve años (cuando ya era madre de un hijo del célebre poeta inglés). Ya popularizada su creación, escribió: “Estoy siendo consultada para proporcionar una explicación acerca del origen de mi historia "Frankestein o el Prometeo Moderno”, y estoy dispuesta a cumplir con ello en lo que me sea posible... No es extraño que, como la hija de dos personas de distinguida celebridad literaria (William Godwin, autor de “Adventures of Caleb Williams”, y Mary Wollstonecraft, quien escribió “Vindication of the Rights of Woman”), debí tener muy temprano en mi vida la idea de escribir... Viví mi infancia en el campo, y pasé un tiempo considerable en Escocia. Hacía visitas ocasionales a los lugares más pintorescos; pero mi residencia habitual fueron las descoloridas y secas costas del norte de Tay, cerca de Dundee. Descoloridas y secas las llamo en retrospectiva, pues no me lo parecían tan así entonces. Ellas significaban la libertad y una agradable región donde descuidadamente podía convivir con las criaturas de mi afecto. Luego escribía, pero en un estilo muy corriente. Fue bajo los árboles de las tierras pertenecientes a nuestra casa o en las desoladas laderas de las desforestadas montañas cercanas, que mis verdaderas composiciones, los aireados vuelos de la imaginación, nacieron y fueron forestadas. No me hice la heroína de mis propios cuentos. La vida me parecía un asunto totalmente común en lo que a mí se refería. No podía figurarme que melancolías románticas o maravillosos sucesos podrían alguna vez sucederme; pero no estaba confinada a mi única y propia identidad, y podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes para mí en esa edad, que mis propias sensaciones. Después mi vida se volvió complicada y la realidad ocupó el lugar de la ficción. Mi marido, el poeta Shelley, de todas maneras, estuvo desde el comienzo muy ansioso de que yo me probara a mí misma el valor de mi ascendencia y me enrolara en la página de la fama. Él siempre estuvo incitándome a obtener una reputación literaria, por la cual yo me preocupaba en esos tiempos, aunque después me convertí en totalmente indiferente hacia ella. En ese tiempo él deseaba que yo escribiera, no muy convencido de que pudiera producir algo digno de hacer noticia, pero sí de que eso le podría servir para juzgar hasta qué grado yo poseía la promesa para mejorar cosas en el futuro. Yo todavía no había hecho nada... En el verano de 1916 visitamos Suiza y nos convertimos en los vecinos de Lord Byron. Al comienzo gastamos nuestras horas de ocio en el lago, o admirando sus riberas; y Lord Byron, quien estaba escribiendo el tercer canto de “Chide Harold”, fue el único entre nosotros que puso sus pensamientos sobre papel. Estos, según nos los comunicaba sucesivamente, retrataban las divinas glorias del cielo en la tierra, cuyas influencias nosotros compartíamos con él. Pero se asentó un mojado y poco amigable verano, e incesantes lluvias que a menudo nos confinaban a la casa por días. Algunos volúmenes de historias de fantasmas, traducidas desde el alemán al francés, cayeron entonces en nuestras manos...
“-Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo un día de esos Lord Byron. Y aceptamos su proposición... El noble autor comenzó un cuento, un fragmento que imprimió al final de su poema “Mazeppa”. Shelley, más apto para encarnar ideas y sentimientos en el brillo de la radiante imaginería, y en la música de los más melodiosos versos que adornan nuestra lengua que para inventar la maquinaria de una historia, comenzó una a partir de las experiencias tempranas de su vida, que no terminó tampoco... Los ilustrados poetas, irritados por la trivialidad de la prosa, rápidamente renunciaron a su incompatible tarea. Yo me ocupé en pensar una historia, una historia que rivalizara con aquellas que habían incitado esta tarea. Una que hablara sobre los misteriosos terrores de nuestra naturaleza y despertara un horror estremecedor, una que hiciera al lector atemorizarse y mirar alrededor, helarse la sangre y acelerar los latidos del corazón. Si no lograba esas cosas, mi historia de fantasmas no sería merecedora de ese nombre. Pensé, ponderé, reflexioné inútilmente. Sentía ese espacio en blanco, la incapacidad de invención que es la más grande miseria del escritor, cuando se siente vacío. Cuando nada responde a nuestras ansiosas invocaciones. “-¿Has pensado en alguna historia?”, me preguntaban cada mañana y cada mañana me veía forzada a responder con una mortificante negativa...
“Todo debe tener un comienzo, para decirlo con una frase sancheana; y ese comienzo debe estar conectado con algo que venga de antes. Los hindúes dieron el mundo a un elefante para que lo sostuviera, pero hicieron un elefante parado sobre una tortuga. La invención debe ser humildemente admitida, consiste en la creación desde la nada, desde el caos; los materiales deben, en primer lugar, ser producidos: puede darse forma a la oscuridad, a sustancias informes, pero no pueden provenir de la sustancia en sí misma... Muchas y prolongadas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, de las cuales yo fui una devota pero cercana y silenciosa auditora. Durante una de ellas, varias doctrinas filosóficas fueron discutidas y algunas otras sobre el principio de la vida y todo aquello que tuviera alguna probabilidad de ser alguna vez descubierto y comunicado. Ellos hablaban de los experimentos del doctor Darwin (no me refiero a lo que el doctor realmente hizo, o dijo que hizo, pero, en relación a mi propósito, de lo que se hablaba había sido hecho por él), quien preservó un pedazo de lombriz en un recipiente de vidrio, hasta que por medio de unos extraordinarios recursos este comenzó a moverse con impulsos involuntarios. No así, después de todo, volvería a la vida. Quizás un cadáver podría ser reanimado, el galvanismo había estado hablando de semejantes cosas: quizás las partes que componen una criatura podrían ser manufacturadas, puestas juntas, e insufladas de calor vital... La noche había menguado esta conversación y tranquilamente la hora mágica se había marchado, antes de que nos retiráramos a dormir. Cuando puse mi cabeza sobre la almohada, no me dormí, ni pude decir lo que pensaba. Mi imaginación me invadía, poseía y guiaba, regalándome las sucesivas imágenes que surgían en mi mente con una vividez más allá de los usuales límites del ensueño. Yo vi, con los ojos cerrados pero con aguda visión mental. Yo vi al pálido estudiante de profanas artes arrodillado al lado de la cosa que había reubicado. Vi al espantoso fantasma de un hombre tendido, y luego, por el trabajo de algún poderoso motor, mostrar signos de vida, y levantarse con un inquieto movimiento. Debió ser pavoroso; como supremamente pavoroso sería el efecto de cualquier intento humano por simular el maravilloso mecanismo del Creador del mundo. Su éxito aterrorizaría al artista, huiría de su odiosa obra, agobiado por el horror. Tendría la esperanza de que, lejos de sí mismo, el delicado resplandor de vida que había comunicado se desvanecería; que esta cosa, la cual había recibido semejante imperfecta animación, se sumiría en la inactividad de la muerte y él podría dormir en la convicción de que el silencio de la tumba extinguiría para siempre la transitoria existencia del horroroso cadáver al cual había buscado como la cuna de la vida. Duerme, pero es despertado; abre sus ojos; examina la terrible cosa que se encuentra a su lado, abriendo sus cortinas, y mirándolo con amarillos, llorosos, pero especulativos ojos. Me abrí hacia el terror. La idea poseía tanto mi mente, que un estremecimiento de horror corrió a través de mí, y deseé cambiar la espantosa imagen de mi fantasía por las realidades que me rodeaban. Todavía las vi; la verdadera habitación, el oscuro piso, los postigos cerrados, con la luz de luna atravesándolos, y la sensación de que el cristalino lago y los blancos y altos Alpes estaban alrededor... Veloz como la luz fue la idea que irrumpió en mí. “¡Lo había encontrado! Lo que me aterrorizó también aterrorizaría a otros, y sólo necesitaba describir al espectro que había acechado mi almohada de medianoche”. En la mañana anuncié que tenía pensada una historia. Ese día empecé con las palabras: “Era una triste noche de noviembre...”, haciendo la mera transcripción de los siniestros terrores de mi sueño en vela”.
Antes de la cinta de Universal, Frankestein había sido llevado tres veces al cine: en 1910 en una cinta que se perdió realizada por la compañía de Thomas A. Edison; en 1915, con el nombre de “Life without soul”, donde la historia es tratada como pesadilla de un médico (sin otro dato conocido porque también se perdió), y en 1920, en Italia, como “Il Rostro di Frankestein”, en una versión de la que sobrevivieron sólo trozos mínimos. Cierto que, en esos años, el expresionismo alemán ya rondaba el tema del humanoide con familiaridad: en 1916 Otto Rippert y Albert Neuss filman “Homunculus der Fuhrer” (la historia de un sabio loco que fabrica una criatura para dominar al mundo). En 1920 Henrik Galeen revisa el folklore nórdico y filma “El Golem”, que cuenta la historia de un poderoso monstruo nacido desde el barro (que J.L. Borges recrearía muchos años después en su famoso cuento “Las ruinas circulares”). En 1926, otro de los maestros alemanes del expresionismo Fritz Lang, crea en “Metrópolis” una mujer-robot destinada a esclavizar las masas. Pero Frankestein se convierte en un punto y aparte, convirtiéndose en una de las dos más grandes creaciones de la literatura y el cine de terror gótico (el otro ser es “Drácula”). Originalmente, en la cinta pionera de 1931 que se conserva intacta, estaba previsto que protagonizara a Frankestein el actor Bela Lugosi, quien ese mismo año había encarnado a Drácula en la cinta homónima de Tod Browning sobre el personaje de Bram Stoker. Sin embargo, no bien rodado apenas dos bovinas, Lugosi se retiró del proyecto. Según el actor, el maquillaje exagerado (desde su punto de vista) y la falta de diálogo de Frankestein según el guión, impedirían que expresara su verdadero talento dramático. Sin embargo, los años, le aportaron una nueva lucidez, y aceptaría el papel en remakes posteriores como “Frankestein y el Hombre Lobo” (1943). Así, el Frankestein original fue protagonizado por el entonces oscuro hombre de teatro de nombre William Henry Pratt, que se haría clásico en el género como Boris Karloff. Dirigido por James Whale, no sabían que con esa cinta iniciaban la multifacética carrera del monstruo que mejor ha despertado en el cine los terrores más elementales de la era moderna.
James Whale era un director de mérito (autor, entre otras películas, de “Showboat” y “El Hombre Invisible”, según el relato de H. G. Wells); en “Frankestein” empleó su conocimiento del expresionismo, o su inclinación por esta corriente, como se aprecia en la iluminación contrastada y los grandes decorados; además, muy en especial, dotando al monstruo de una inteligente evolución paralela a la de narración: a medida que la historia progresa, la creatura pasa de un ingenuo estado infantil a una creciente decepción por el mundo; la brutalidad de su naturaleza se dota así de una maldad social a la que el monstruo se ve compelido por asedio y por venganza. Abandonado por su creador (el actor Colin Clive), Frankestein se lanza a una sobrevivencia que representa una lucha prometéica contra el Dios/Padre que lo lanzó al mundo, tal como quería Mary Shelley según insinúa en el subtítulo de su novela: El Moderno Prometeo. Desde esta cinta de inmediato, se fijaron en la memoria colectiva ciertas frecuencias inolvidables, como la telúrica creación del monstruo, la persecución final por el monte entre las sombras, la caída final desde un molino envuelto en llamas... Las imágenes por excelencia que dieron identidad al mito. Y un inusitado éxito comercial a los Estudios, que en las décadas siguientes rodarían buenas y malas secuencias inspiradas en la creación de Mary Shelley. De 1935 data “La Novia de Frankestein”, de excelente manufactura y nuevamente dirigida por Whale y con Karloff y Elsa Lanchester como los monstruos protagonistas. Aquí el punto de partida es una sala de la casa en que están reunidos Lord Byron, Shelley y Mary: ella es la encargada de relatar la historia, retomándola desde la escena en que el monstruo y el doctor son asediados por el fuego. Ahora el doctor Frankestein y su malévolo ayudante crean una mujer, con el propósito de unirla al engendro original. Sin embargo, la idea resulta desastrosa: la nueva creatura (que aparece con un ondulado mechón rubio en medio de una melena oscura) se horroriza al conocer a su desventurado prometido, el que reacciona en forma violenta culpando al género humano, por tener cánones de belleza en que él, por supuesto, está descartado. Posiblemente esta película sea la más lograda de la serie, es Mary, Shelley y Byron. Es en sí una desgarradora historia de soledad y desesperación, los encuadres inclinados, la atmósfera enrarecida y el lirismo que se emplea en torno a los sentimientos del monstruo, así como un fino sentido del humor, nunca más se logró en las subsecuentes que se cuentan por docenas, de la que, sin embargo, es posible destacar algunas: “El Hijo de Frankestein” (1939, dirigida por Rowland V. Lee) con Bela Lugosi y Boris Karloff, que aquí hace su última aparición como el monstruo; sus siguientes intervenciones fueron como el doctor Wiemann en “La Casa de Frankestein”, 1944, de Erle Kenton y con Glenn Strange como el monstruo, y como un descendiente del doctor en “Frankestein 1970”, de 1958 (una cinta clase B y dirigida por Howard W. Koch, donde el clásico incendio al final es sustituido por... una explosión atómica).
Lo cierto es que desde que Karloff dejó la Universal, el Estudio siguió utilizando al personaje en una serie de películas que llenaron las matinés de todo el mundo, sin mayores pretensiones que explotar el popular personaje, ya entonces enclavado en el público: “El Fantasma de Frankestein” (1942, de Erle Kenton, con Lou Chaney Jr. como el monstruo); “Frankestein y el Hombre Lobo” (1943, de Roy William Weill); “Abbott y Costello contra Frankestein” (dirigida en 1945 por Charles T. Barton; quien no sólo pone el monstruo contra los cómicos, sino que además incluye a Drácula y al Hombre Lobo...) Con la explotación desmedida, como suele ocurrir con todo, el ciclo murió por inanición en esa época en Hollywood, pero lo retomaron los ingleses, más precisamente Hammer Films, que entre 1957 y 1973 realizó siete cintas inspiradas en el mito del hombre/engendro: “La Maldición de Frankestein” (1957, dirigida por Terence Fisher); “La Venganza de Frankestein” (1958, del mismo Fisher); “La Maldad de Frankestein” (1964, de Freddie Francis); “Y Frankestein creó a la Mujer” (1967, de Fisher); “El Cerebro de Frankestein” (1969, de Fisher); “El Horror de Frankestein” (1970, de Jimmy Sangster); “Frankestein y el Monstruo del Infierno” (1973, también de Fisher). El actor Peter Cushing actuó como el Barón en seis de estas producciones, haciendo de su presencia un elemento vinculante de la serie, en que destacan las cinco dirigidas por Terence Fisher, debido a que entrelaza sutilmente sus finales y sus comienzos, dando una cierta continuidad de saga al conjunto. Es cierto que la Hammer Films tomó elementos del ciclo preexistente de la Universal, pero aportó tratamientos diferentes a los personajes; mientras los estudios Universal centraron su acción en el monstruo, Hammer Films lo hizo en el proceso constructivo/destructivo experimentado por el científico creador. Ya el mito estaba creado, y posteriormente emerge todo un repertorio en el ancho espectro que va desde la comedia hasta la tragedia, pasando por la ciencia ficción y las aventuras.
En la comedia destacan “Frankestein Junior” (1974, del espléndido Mel Brooks que delira con varios gags referidos a las versiones clásicas y con Peter Boyle haciendo un magnífico monstruo estúpido; en “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975) a Frankestein lo hacen bisexual. “Los Monstruos” (Earl Bellamy, 1966) ubica al monstruo con una familia medio normal, que inspiraría la exitosa serie de televisión donde Frankestein adquiere un nombre (Herman Munster) interpretado por Fred Gwynne, que sirve a una patrona excepcional (Ivonne de Carlo), y de la que se han hecho dos remakes menores en el cine en la última década. Porque esperpentos hay varios: “Frankestein Adolescente” (1975); “Frankestein Contra los Monstruos del Espacio” (1965, dirigida por Robert Gaffney, hoy elevado a una especie de culto por su trabajo ingenuo); “Jesse James contra la Hija de Frankestein” (1966, que sitúa a la creatura en el viejo oeste norteamericano); “Drácula Contra Frankestein” (1971, delirante cinta donde los monstruos, ya ancianos, establecen un pacto de maldad); “Blackenstein” (1973, con un monstruo de color); “Lady Frankestein” (1975, donde una ninfómana doctora crea un monstruo para su uso particular); “Frankestein 88” (1988, reseñado por los críticos británicos como el peor Frankestein rodado en Inglaterra)... Mención especial merece el japonés Iroshiro Honda, el rey de los efectos especiales en su país, que convierte al monstruo en un engendro gigantesco con cara de niño enfrentado a un dinosaurio orejón en plena bahía de Tokio (en “Frankestein contra Baragón”, 1965) y luego lo transforma en un cruce con King Kong para “La Guerra de Frankestein y los Garantúas”, 1966.
Entre los últimos intentos que retoman el mito, sin embargo, se encuentran serios trabajos, como la reinterpretación de Alain Jessua (“Frankestein 90”, Francia 1984), donde se introducen los adelantos de la miniaturización electrónica; en 1985, Franc Roddman dirige “La Prometida”, en que el cantante Sting hace de joven barón Frankestein, cuyo acento está puesto en los alcances eróticos del mito y en la relación maestro/discípulo, enmarcada en una atmósfera gótica ideal para la historia. En 1990, Roger Corman dirige “Frankestein Perdido en el Tiempo”, en que el excelente actor inglés John Hurt es un científico del siglo XXI que viaja a la época del doctor Frankestein (Raúl Juliá), Lord Byron y Shelley con Mary (Bridget Fonda); la historia rescata una seria reflexión sobre la ciencia y su evolución y sobre el arte como testimonio moral, rodeada de una atmósfera sorpresiva por lo visual y el cambio súbito. Otras dos cintas: “Gótico” (dirigida por Ken Russel en 1986), y “Verano Encantado” (de Iván Passer, 1988), han tomado como argumento la vida de la autora de Frankestein, durante esa noche en que la escritora inventó el mito. La última película de la serie: “Frankestein de Mary Shelley” (1994) originalmente iba a ser dirigida por Francis Ford Coppola, que finalmente se mantuvo como productor recayendo la responsabilidad en Kenneth Branagh, que desde que dirigió “Enrique V” (1988) es considerado en Inglaterra como una especie de niño prodigio (tenía 27 años); lo cierto es que esta cinta no es mejor que otras del género: rodada principalmente en las afueras de Londres entre el 21 de octubre de 1993 y el 25 de febrero de 1994, tiene como principal mérito apegarse a la fuente original, de aquí su título. El monstruo, encarnado por Robert de Niro (que ha demostrado su excelencia en cintas como “Toro Salvaje”, “Buenos Muchachos” y “Cabo de Miedo”) se ve siempre sobreactuando; y el doctor se pierde en explicaciones científicas innecesarias mientras juguetea con la electricidad. No es un intento afortunado porque no elige un punto de vista nuevo ni particular para la célebre obra. Su mérito es centrar el esfuerzo en la fidelidad literaria. Lo que sin duda es bastante para el caso éste, que trata uno de los descalabros de la belleza que el cine ha denunciado: en esta idea de la fealdad humana como engendro, justamente, humano.
Otros mitos fueron creados, simplemente, para exaltar la belleza por sí misma: la belleza animal que hace al ser más sensual en la medida en que es natural, porque sí. Cuando en nuestros países de América se hace popular Brigitte Bardot, es su belleza inmediata la que la impone de una vez (en un momento en que los galos tenían estrellas enormes pero sin belleza particular, como Annie Girardot y Jeanne Moreau). Cuando surge B.B. parecía que la belleza por sí sola no bastaba ya para el cine, sin embargo, Brigitte, casi con solo mostrarse se impone sin más; aunque es cierto que se hizo clásica porque, a partir de lo que tenía, creó un estilo, el que, por supuesto, tiene la pizca exacta de perversidad de la vampiresa original. La fórmula de Roger Vadim, el creador de B.B. fue: “mujer más niña amorosa exploradora”. Ahora que se diga que fue buena o mala actriz es absolutamente secundario: Ella es quien es. En su momento, el sueño erótico de muchos hombres que vivimos en su época. Hoy, que escribo, Brigitte ha sido acosada por el paso del tiempo inapelable, está sola, intentando dar un sentido a su vida dedicando su tiempo a proteger animales maltratados. ¡Qué ironía! Si acaso la mayor muestra viviente que actriz alguna exprese de desdén por su época; ella, que hizo bello y sensual al cine hoy no quiere saber nada con el cine, ni con quienes lo hacen. ¿Fue la vejez, acaso? Claude Lelouch, el inspirado director de tantos clásicos que aporta el cine galo, ha declarado: “Brigitte no quiere nada con el cine, y es que el cine ¿podría ofrecerle más? Yo creo que sí. Es insensato creer que el cine a las mujeres demasiado bellas no les depara otro destino posible que un momento fugaz de esplendor; la efímera época aquella de juventud eternizada en celuloide. Marilyn Monroe se suicidó por culpa del atraso norteamericano en su concepción de las estrellas que gustan. Cuando Marilyn comenzaba a adquirir las marcas físicas que dejan el tiempo y la vida, es decir cuando llegaba a la cúspide de sus posibilidades físicas, su fenomenal cargamento dramático lo dejaron de lado. Justamente cuando yo habría querido tenerla conmigo en un film. Cuando cualquier director quisiera haberla contratado en Europa”.
El Sunday Times, en uno de sus suplementos dominicales de mediados de 1967, publicó una portada con medio rostro de “La señorita de Riviers”, del pintor Ingres, y medio de B. B. Después de un siglo, sus bellezas se juntaban sin otra diferencia que el peinado y el maquillaje de los ojos. “El cuadro en su época fue criticado por la fealdad de la modelo”, comentó el crítico de arte de la publicación británica. Y agrega que Ingres fue un visionario de la belleza según los cánones de finales de 1960, cuando Brigitte Bardot estaba en su apogeo.
Entonces, el descalabro de la belleza que produjo el cine fue, primero, interior: la belleza física no necesariamente debía ir acompañada de un buen corazón, o viceversa. Y, luego, exterior, por los cambios que ha impuesto en los cánones de belleza y costumbres: las stars system fueron imponiendo tipos de acuerdo a su propio temperamento o al que les ha sido creado por sus productores. Esto en relación a la mujer, especialmente. Para el hombre, en quien "Frankestein" es la posibilidad extrema de expresar lo feo que pudiera existir en su corazón, la evolución del cine también ha sido concluyente: sobre el descalabro del ideal masculino se han impreso muchas anécdotas. Hubo una época, por ejemplo, en que un pecho velludo escandalizaba tanto con un desnudo frontal del actor. En la época de oro de Hollywood los intérpretes eran obligados a afeitarse desde el cuello para abajo “para no escandalizar”, según narra Joan Collins: en sus Memorias indica que luego de abandonar Inglaterra y decidirse a vivir en Norteamérica, su primera impresión de Hollywood fue “capilar”, como ella lo describe:
“El primer hombre que me invitó a una fiesta fue Robert Mitchum. Fuimos a casa de un productor donde había una piscina. Cuando Robert apareció en su traje de baño, me quedé asombrada: ¡Tenía barba en el pecho! Quiero decir que el vello del pecho le estaba creciendo, fuerte y oscuro, pero era evidente que unos días antes Robert se había afeitado el pecho. No resistí la tentación y me burlé de él. Se enojó y me dijo una barbaridad. Después me enteré de que todos los hombres debían mostrar un torso sin vello en las películas”. La misma Joan recuerda que de “la vieja época” el único que resistía la pudibundez de los Estados Unidos era el gran Clark Gable. Como el no quería afeitarse el pecho y como los productores no querían perderlo, llegaban a un compromiso: Clark aparecía siempre con camisa, y su vello apenas se vislumbraba como una continuación de la barba. Los demás galanes que conocí cumplían al pie de la letra esta censura. En 1957, virtualmente todo el elenco de “El Puente sobre el Río Kwai” debía aparecer con el torso desnudo. Muchos, entre ellos Alec Guiness, eran lampiños, pero Willian Holden tenía un matorral de pecho. El pobre William era afeitado antes de cada día de filmación. Otro caso era el de Errol Flynn, que debía aparecer casi siempre con el torso desnudo en sus películas de piratas, y lo hacía debidamente afeitado antes de filmar. Yo me muero por un hombre con vello en el pecho, y me parecía horrible ver cuando los afeitaban. Pero los tiempos cambiaron, y el ejemplo más evidente de evolución en este sentido fue Elvis Presley: al comienzo de su carrera, su carencia absoluta de vello no llamó la atención, y sin necesidad de mucho maquillaje pudo interpretar el papel de un indio en “Flamingo Star”. Pero hacia el fin de su carrera, con la evolución de los gustos, el vello era necesario. Y así pudo verse al pobre Elvis, gordo, enfundado en una ropa que lo asfixiaba, pero luciendo un vello que le sobresalía por el cuello de la camisa. Por supuesto que era artificial...”
A cien años de la invención magnífica, ningún hombre se coloca vello donde no lo tiene: las pelucas en el cine son elementos para la risa, y lo que más llega a hacerse un actor es un implante en el cuero cabelludo, que es festejado con risitas. Sin embargo, el vello, sin duda, es un elemento preciado entre todos los galanes. Los que no lo tienen, se excusan; como, junto a Silvester Stallone, lo hace Arnold Schwarzenegger, quien dice que “los que hacemos mucha gimnasia transpiramos de tal manera que el vello no se desarrolla”. Tal vez la hipótesis de Arnold no suene muy convincente, pero sobre lo que pocos dudan es que los hombres con mucho vello en el cuerpo, suelen carecer de pelo en la cabeza. Es el caso de Burt Reynolds, gran parte de cuya cabellera es un implante de varios miles de dólares. Un actor a quien no parece importarle ir quedando calvo (quizás recordando a Yul Bryner, el calvo sexy por excelencia) es Bruce Willis, que sin demasiada cabellera y todo hizo el último desnudo frontal masculino de este primer centenario, en “Duro de Matar”, desnudo que, por supuesto fue suprimido en los más de los países en que se exhibió la cinta, incluida toda Latinoamérica. Bruce explicó su desnudo así: “El cine evoluciona. Durante años la censura de Hollywood no permitía que apareciera en pantalla una cama matrimonial. En las escenas de alcoba, el lecho único se sustituía por dos camas con una mesa de noche en medio. Luego eso cambió. Ahora, ¿qué tiene de raro un hombre desnudo, además de que no se usaba? Un hombre desnudo en el cine no muestra más que lo que muestra un hombre desnudo en cualquier parte del mundo. Es cierto que yo tengo vello en el pecho, pero creo que eso a nadie importa."
No es así. Bruce Willis es modesto. El cine, al menos en Norteamérica, hace mucho inclinó el gusto de las mujeres hacia los hombres con mucho vello en el pecho (seguramente la censura a que fueron sometidos los astros del pasado era reflejo de esa inclinación femenina). Suzy Wallery, fundadora de “Man Watchers” (una organización femenina “observadora de hombres”) afirma que un pecho velludo es “uno de los atractivos mayores de un hombre”. En una encuesta reciente de “Glamour”, casi el veinte por ciento de las mujeres norteamericanas valoran el vello en el pecho masculino como factor sexy por sobre “toda otra característica física o espiritual”. La profesora Norah Ferguson, del departamento de sicología de la Universidad de Stanford, afirma que los hombres muy fornidos “con vello en el pecho atemorizan sexualmente a las mujeres. Mientras que un hombre de físico normal, con el mismo vello, las atrae sin provocarles temor. Y un hombre muy fornido sin vello en el pecho provoca cierta desconfianza en las mujeres, como si en ellos hubiera una carencia, o se ocultara algo poco grato”. No sabemos la opinión al respecto de los Stallones y los señores “Universo”, generalmente lampiños.
Sí sabemos que hoy la mayoría de los estudios hollywoodenses se han convertido en empresas manufactureras de seriales de televisión. Y esto también aporta su propio desequilibrio en la belleza, porque esta se ha ido adecuando “al negocio” de acuerdo a las necesidades. Los Ángeles, California, es tal vez la única ciudad del mundo (al menos, la primera) en donde las mujeres persiguen disminuir de estatura. En el botiquín de las aspirantes a estrellas no falta, por decir, cierta vitamina llamada “shortlerism” (algo así como “acorterol”), cuyos componentes tendrían influencia para detener un crecimiento excesivo: influye en esta moda el trabajo para la pantalla de televisión, donde para que una figura femenina pueda fotografiarse en profundidad, con las mejores alternativas de luz y sombra, y con todos los trucos que existen a su alcance, la figura debe ser mínima. De lo contrario, semeja la mujer gigante del circo; asusta en vez de gustar, se desfeminiza en vez de sugerir y aplasta al espectador. Los hombres grandes y corpulentos, en cambio, son ideales para la televisión: como las series son en un noventa por ciento de acción, la sola maxi-figura aureola al personaje de una fuerza extraordinaria. Así, hoy la perfección física se mide por la capacidad de caber bien en una pantalla hogareña de cine.
A cien años de la invención de este arte maravilloso, si se habla de belleza y descalabro, también es justo citar el acierto; lo clásico al respecto; lo que el público ha adorado porque sí, porque considera bello sin más argumento. Como Greta Garbo, a quien nunca se cansa de citar. Quien, con seguridad seguirá viva en las pantallas mucho más allá que nosotros. Greta Garbo apareció entre las dos grandes guerras del siglo XX, deslumbró al mundo y se esfumó por propia voluntad del cine para surgir como leyenda en la vida real. Su presencia en la pantalla fue breve (catorce películas mudas y catorce sonoras), pero fue suficiente para escribir un capítulo sin final en la historia del Séptimo Arte. Murió el 15 de abril de 1990, a los 84 años, pero su muerte fue sólo física, como corresponde a las leyendas ya que el cine perpetuó su mito, y porque la cultura del siglo XX resultaría incompleta sin los mitos creados por el cine, sin estas presencias inventadas a imagen y semejanza de los sueños del hombre nuestro de cada día.
Hollywood desde el principio hizo de Greta Garbo un producto rentable, presentándola como una enigmática vampiresa, en todo lo que el arquetipo encierra de mujer fatal. Le inventaron múltiples romances: con Robert Taylor, Clark Gable, George Brend, Charles Boyer, John Gilbert, John Barrymore... los galanes de sus cintas, que ella no titubeó siempre en desmentir. Vivió un tiempo corto con el célebre músico Leopold Stokowsky, y luego con el empresario teatral George Schlee, que murió entonces, dejándola sola, como vivió hasta el final de su propia historia. Cuando anunció que jamás volvería a filmar, en 1941, nadie lo creyó: era la actriz cinematográfica más popular del mundo. Y cumplió su palabra. Su silencio permanente desde entonces y sus gafas oscuras fueron un elocuente testimonio de su deseo de permanecer distanciada de la popularidad y el bullicio. Hoy, la decisión de Garbo deambula como un fantasma más en la vitrina cerrada del cine. Se dice que no es que no deseara seguir haciendo películas, sólo que las cosas se le complicaron demasiado en su papel de estrella consagrada en un estereotipo, y ya sabía que nunca lograría un papel que la entusiasmara. Lo cierto es que los roles de mujer misteriosa a que la limitó la Metro Goldwyn Meyer (los Estudios que la trajeron desde su natal Suecia), le habían dejado como saldo películas malas con argumentos muchas veces ridículos. Ella obedecía órdenes y se limitaba en forma natural a llenar la pantalla con su cuerpo, su mirada, su lánguida sonrisa que hechizó al público que la erigió en figura legendaria desde un comienzo... pero no le era suficiente. No podía serlo para una mujer que leía a Nietszche y Schopenhauer, que recibía manuscritos de Virginia Woolf, y que aplaudió Einstein. Las mujeres la envidiaban con más admiración que odio, y comenzaron a imitar sus gestos, su manera de caminar y vestir, su elegancia natural.
A los catorce años buscó empleo en su natal Estocolmo: trabajaba en unos almacenes como vendedora cuando le es ofrecido tomar parte en un pequeño corto publicitario. En 1921 se la ve en su primera cinta (“En Lyckoriddare”, de John W. Brunius), en un papel de comparsa, que no se hace mejor en su segunda intervención (1922, “Luffar Peter” de Erik A. Petschler Larsson). En 1924 se fija en ella el notable director Mauritz Stiller, cuyo oficio ya había trascendido Suecia: él la dirige en un papel corto, pero que marca formalmente a la actriz (en “La Saga de Gosta Berling”) cuando la llama “Greta Garbo”: nadie sabe el verdadero motivo que tuvo Stiller para darle ese seudónimo que aplaudiría el mundo. ¿Fue lo de “Garbo” un sinónimo de encanto o gracia? ¿O acaso se refiere al “garbon”, misterioso duende del folklore sueco y alemán que surge de noche para bailar cada luna llena? Cuando se le preguntó a Stiller al respecto, se limitó a sonreír y dijo: “Realmente no lo sé. ¿Pero está bien, verdad?" Stiller consigue que ese mismo 1924 ella filme en Alemania “La Calle sin Alegría”, codirigiéndola con G.W. Pabst (el célebre creador de “Lulú”, la más popular mujer fatal del cine alemán, que encarnó Louise Brooks, que ya citamos).
Casi de inmediato Garbo y su descubridor son contratados por Louis B. Mayer para trabajar en Hollywood por siete años. En junio de 1925 llegó a Nueva York, donde comienza su trabajo en una manera que jamás dejó de abrumarla: hablar en inglés. Era la década de la prohibición, del pelo a lo garzón y de una renovada moralidad; la guerra había contribuido a cambiar las actitudes; los hombres habían regresado de las trincheras con ideas nuevas y las heroínas del cine pionero ya no resultaban atractivas envueltas en romanticismo. Las fantasías que querían ver en la pantalla eran otras. Y el misterio de la actriz sueca atrajo de inmediato. Su primer rol en Hollywood fue el de campesina española en “El Torrente”, con Ricardo Cortés: un afectado melodrama dirigido por Monta Bell, la primera del número de cintas mudas que la tuvo de estrella, donde la fotografió William Daniels quien rodaría diecinueve títulos más con ella. Para muchos, Daniels contribuyó en gran medida para crear su mito, iluminando el rostro de Garbo en tal manera que la intensidad de su brillo parecía provenir del interior de su alma, irradiando belleza perfecta, casi extraterrena. De su época muda la única cinta que ella consideró “pasable” es “Love” (de 1927), basada en la novela “Anna Karenina” de Tolstoi. Ya en 1929 el público exigía a los Estudios más Garbo: no sólo se conformaban con verla, querían escucharla. Y en 1930 Garbo habló por primera vez en la pantalla, ante el escepticismo de los Estudios por el marcado acento extranjero que nunca perdió. Hacía el rol central en “Anna Christie”, basada en la obra de Eugene O’Neill, porque su acento se adecuaba a las necesidades del personaje. Sus primeras palabras fueron: “-Dame un whisky y no seas tacaño”, y se convirtieron en un refrán entre los cinéfilos hasta ahora. Al público norteamericano no le importó el acento de Garbo. Fue inglesa en “El Velo Pintado”; rusa en “Grand Hotel” y en la versión sonora de “Anna Karenina” y “Ninotchka”; polaca en “María Waleska”; italiana en “Romance” y “Como tú me deseas”; francesa en “La Dama de las Camelias” (su mejor guión, basado en el texto de Alejandro Dumas); holandesa/indonesia en “Mata Hari” y norteamericana en “Susan Lenox”. Hoy muchos especialistas creen que los silencios de Garbo hablaban más fuerte que sus palabras, las cuales a menudo eran innecesarias, porque (según el crítico de “Picture Play”) “puede expresarse vívidamente con la más leve inclinación de cabeza, la más leve de las sonrisas, el más ligero movimiento de los ojos”. Es cierto que creó su propio estilo de actuar: con una manera casual y casi indiferente de decir los diálogos aunados a cierta inquietud en sus gestos y movimientos, siempre impredecibles. Sin perder nunca ese no-sé-qué de ella y nadie más. Pero su arte fue eclipsado por la belleza que siempre se le explotó. Sin embargo, los críticos jamás tuvieron reservas para elogiarla, y los guionistas escribían largos parlamentos para su lucimiento, lo que la perjudicaba ya que limitaba sus capacidades histriónicas. Aún así, sería injusto decir que Garbo no legó algunas escenas memorables: como, al menos dos de “Reina Christina” (dirigida por Rouben Mamoulian en 1933): la primera, a solas con su amante en la posada, vaga por el dormitorio acariciando los muebles como tratando de fijar para siempre el ambiente en su memoria, y la segunda es al final, cuando se sitúa en la proa del barco que conduce a la reina a España, luego de la muerte de su amante. Ese primer plano de Greta Garbo, mudo y con el rostro inmóvil, es capaz de sugerir todas las emociones sin siquiera pestañear.
De “La Dama de las Camelias” (1937, dirigida por George Cukor), del análisis de esta cinta se ha escrito mucho: ella está perfecta. ¿Cómo veía su cinta?. En el libro “Garbo” declaró a Antoni Gronowicz: “La novela y la obra de teatro habían gozado de una gran popularidad durante más de un siglo. Esta inmortal cortesana fue interpretada por grandes actrices como Sarah Bernhardt y Eleonora Duse. En esta obra, como en muchas de las que escribió, Dumas se ocupaba del problema del “eterno femenino”. No puedo entrar en las complejidades de la tesis del autor, pero estoy dispuesta a admitir que sentí un gran deseo de interpretar el papel de Margarita después de haber leído el guión... Hubo también otras razones, aparte del estímulo artístico y sexual que experimentaría delante de la cámara. Una de ellas era personal. Mi hermana Alva había muerto de tuberculosis, así como de una anemia perniciosa y de artritis. También deseaba interpretar el papel de Margarita porque tenía la impresión de que mi representación del personaje sería única. La interpretación dramática de este papel por parte de las grandes actrices siempre había quedado relegada al plano sentimental... Yo deseaba dar a mi Margarita una dosis de realismo. Lo que quiero decir con ello es bastante simple: creía que a Margarita le gustaba su trabajo. Y así lo interpreté.”
Hasta ahora, la película más recurrida de Garbo es, justamente, “La Dama de las Camelias”, pero la crítica está de acuerdo en que sus mejores trabajos fueron en “Grand Hotel” y “Anna Christie”, y ella así también lo creía: al mismo Antoni Gronowicz declaró: “A Irving Thalberg se le ocurrió la idea de reunir en una sola película a tantas estrellas como fuera posible. Sabía que una película así alcanzaría un éxito financiero fantástico. Como era vicepresidente y jefe de producción de la MGM, tenía capacidad para determinar a qué proyectos cinematográficos se destinaría el dinero entre los que él seleccionaba personalmente. Un día me llamó a su despacho y me dijo que la MGM quería que interpretara un papel principal en “Grand Hotel”, con un guión de William Drake, basado en la novela de Vicki Baum quien quedó bastante impresionada con la primera toma; tras haberme observado filmar desde algún lugar oculto del Estudio, informó a Thalberg, según él me dijo: “Siento una gran admiración por Greta Garbo. He visto su rostro cansado y trágico en las escenas iniciales, y su extraordinaria vivacidad de expresión y acción como el de una mujer infeliz”. Al mismo tiempo comentó que John Barrymore actuaba con el cuello demasiado estirado. Creo que mi trabajo en esta cinta fue mi mejor actuación, después de “Anna Christie”, por el guión de O’Neill”.
Si para “Anna Christie” la propaganda había sido “la Garbo Habla”, para su primera comedia: “Ninotchka” (1939, dirigida por Ernst Lubitsch), la propaganda fue: “La Garbo Ríe”. Fue una propaganda que hizo de la cinta un gran éxito de taquilla. Diría ella: “Cuando Lubitsch me dio la historia de Melchior Lenggel y la leí, le dije: “Esto no es más que propaganda, y no creo ser la actriz adecuada. Es una comedia y no sé si sería capaz de manejarla”... Pero después de largas horas de ensayo en mi casa, me sentí preparada. El trabajo resultó difícil porque Ernst era un perfeccionista: hacíamos la misma escena una y otra vez, con un ligero cambio aquí y un ligero cambio allá. A él le gustaron mis escenas, especialmente cuando reía. Todo el mundo se mostraba especialmente agradable cuando yo reía, pero no había demasiadas oportunidades para hacerlo. Yo agradecía porque iniciaba mi carrera como actriz de comedia. Me sentí muy a gusto. Intenté hacerlo lo mejor posible y fue un desafío como actriz”.
Luego del gran éxito de taquilla de su primera comedia, la Metro la hizo filmar “La Mujer de dos Caras” (1941, dirigida por George Cukor), un desastre de guión, de público y su despedida: Garbo nunca más volvió al cine. Rechazó hacer “Safo”, la novela de Alphonse Daudet en que se le ofreció como galán a Montgomery Cliff; rechazó “Mi Prima Raquel”, inspirada en la novela de Daphne du Maurier, y una veintena más de guiones. Sólo volvió a enfrentar una cámara en una ocasión para una prueba de maquillaje muda y en blanco y negro en 1948, a propósito de un proyecto de Max Ophuls para rodar “La Duchesse de Langeris”. Allí la actriz se limita a mover la cabeza hacia un lado y otro sin más gestos que una leve sonrisa. Es un momento breve pero cautivante que, sin ayuda de diálogo, sólo Garbo puede ofrecer. Nada más nos legó en el celuloide. Ella disfrutaba de la música de jazz y las flores y sólo pedía que la dejaran tranquila: “No me gusta hablar con la gente, porque siempre soy mal entendida. No sé expresar exactamente lo que quiero decir. Por eso prefiero estar sola. Tampoco me gustan las compañías circunstanciales. Me agrada caminar sola por la playa, mejor todavía si está lloviendo. Así consigo aislarme completamente del mundo”, declaró alguna vez.
Seguramente pensaba que le había dado al mundo todo lo que podía dar y no era necesario más. Y el mundo, a su vez, o más precisamente el cine, le dio lo necesario y más para que su retiro fuera digno: Garbo vivió sin sobresaltos económicos los últimos 49 años de su vida, que fue el tiempo que se retiró de todo. Habitaba un lujoso departamento del quinto piso del 450, en la calle 52 sobre el East River, a pocas calles del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. Sólo su colección de pinturas incluía originales de Renoir, Van Goh, Klint y Modigliani. Pero el mundo no la hizo feliz. En noviembre de 1993, una colección de cartas que escribió a su amiga sueca Mimí Pollak fueron subastadas por Sotheby’s y compradas por un admirador anónimo. Fragmento conocido de una de ellas dice: “He desaparecido en lontananza. Soy prácticamente prisionera de mi residencia porque no deseo que nadie sepa que estoy aquí. Es duro y triste estar sola, pero a veces resulta aún más difícil estar en compañía de otras personas... Vivo en el terror y en la mayor tristeza... No tienes idea de lo que duele estar tan confundida e infeliz como yo... No quiero ver a nadie. ¡Oh Dios, es tan horrible! Esta horrible, horrible América, todo máquinas, que te destruye el alma... todos me miran y preguntan cosas... Estoy segura que piensan que soy algo rara... El glamour del que envolvemos al mundo del cine estadounidense casi no existe... Estoy triste... Estoy triste, no muy bien y tengo miedo, ¿qué te parece ésto como carta?”.
También vivió y murió sola Marilyn Monroe. Ella encarnó el sueño erótico en la mayor concepción engendrada en el subconsciente del hombre del siglo XX. Fue la más bella en el sentido sensual de la palabra, pero nadie le fue suficiente. Quizá si ella es el perfecto ejemplo del fracaso del hombre de nuestro siglo en satisfacer a una mujer única y bella como la más. A Marilyn se la vio como una hembra en el más estricto machista sentido de la palabra: sólo para ser usada. Y en eso, permítame la gentil lectora, de hombre a hombre, no podemos discutir. Todos amamos a Marilyn, pero era “como mucho”. Ella así lo entendió en el fracaso del macho como “procurador”: ninguno le fue suficiente simplemente porque ella era “too much”. Decía Marilyn: “Esa idea estúpida de que “Marilyn” es capaz de dar todo con tal de triunfar... odio que se me obligue a encarnar la idea de que la prosperidad material es sinónimo de la felicidad. Estoy cubierta de joyas y de pieles, y me siento absolutamente infeliz. Me han hecho encarnar sólo a mujeres al borde del retardo mental. Yo no soy una mercancía, aunque hay muchas personas que no me consideran más que eso. Todo símbolo sexual se convierte en un objeto y yo odio ser tratada como un objeto. Hollywood es un lugar en que te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma. Lo sé porque he rechazado con bastante frecuencia la primera opción, y he aceptado en demasiadas oportunidades la segunda”.
Algunos hombres la entendieron, sin embargo, cuando fue enviada a entretener a las tropas en el frente de batalla de Corea, cuando los soldados se negaron a llamarla “el cuerpo” y decidieron bautizarla como “la novia”. A su manera, en la histórica década de 1960, Marilyn Monroe fue un símbolo liberalizador, porque el público supo percibir en su historia que el Sistema es capaz de crear monstruos y luego destruirlos. Bob Dylan lo explica en su canción:
“- ¿Quién mató a Norma Jean?
- Yo, dijo la ciudad,
como un deber cívico.
Yo maté a Norma Jean”. La historia de Marilyn es similar al cuento de Cenicienta, pero sin un final feliz. En la anécdota trivial del hombre nuestro de cada día, ella, sin embargo, logró además legar la imagen de una posibilidad de felicidad más allá de la Pantalla. La historia de Marilyn, entonces, narra las vicisitudes de una muchacha sola y desamparada que se convirtió en reina de un siglo de oro.

Por Waldemar Verdugo.