Thursday, December 29, 2005

6) EL DESCALABRO DE LA BELLEZA.

Por Waldemar Verdugo.

-La belleza fue suficiente, hasta que dejó de bastar
-Cuando el cine desató la belleza del talento
-El reinado de las “malas”: del cabaret a Cahier Du Cinema
-La “reina mala” de la primera cinta chilena
-La “mala” hace todo lo que a la “buena” se le prohibe
-Dos malas de película: Joan Crawford y Bette Davis
-Las rumberas: perfectas “malas” latinoamericanas
-Entrevista a Ninón Sevilla: Un estilo difícil
-“Una pierna bonita siempre pone de buen humor”
-El feo Frankestein y nuestros terrores reflejados
-Las discrepancias capilares y exigencias
-Marilyn Monroe: perfecta.

En la década de 1960, cuando aparece Barbra Streisand con su nariz descomunal, un desfile de bellezas sin belleza rompieron los cánones tradicionales: la inglesa Rita Tushinghan (“La muchacha de los Ojos Verdes), y sus compañeras Lynn Redgrave (“Georgie, la Retozona”) y Julie Christie (“Doctor Zhivago”), la italiana Mónica Vitti (“El Desierto Rojo”) y la francesa Anouk Aimée (“Un Hombre y una Mujer”)... El estruendoso éxito de la Streisand rompió el esquema de que el talento debía ir aparejado con la belleza, como era lo usual en el cine. En Londres, la Tushinghan declara: “Mi nombre es Rita y soy la más horrible de las muchachas del horrible barrio popular de Scofield.” Lo que ocurrió es que el concepto de belleza cambió y también se aceptó el sólo talento como sinónimo de armonía. Y esto en gran parte fue gracias al camino que preparó el cine desde sus inicios, cuando la sola belleza física era suficiente hasta que dejó de bastarse a sí misma.
Hart Llewellyn, por varias décadas director de la escuela de maquillaje del Centro de Artes del Cine de Los Ángeles, afirma: “La profesión de un maquillador de cine es más ardua que la de un pintor o un escultor. Ellos crean según los dictados de su imaginación: nosotros tenemos que ceñirnos a los dictados del público, a los nuevos cánones de belleza de la sociedad. Nosotros tenemos que crear sobre la base del físico del actor o la actriz, además, porque son a su vez profesionales que se confían a nuestras manos. Para que Audrey Hepburn pudiera vestir el traje de baile de gran escote en la escena cumbre de “My Fair Lady”, tuve que maquillarla desde la raíz del pelo hasta la cintura. Audrey pesaba 41 kilos con casi 1.70 de estatura. Le contaba las 33 costillas y todos los huesos del esqueleto. Y su belleza era perfecta según los cánones en esos años. Después de los años sesenta, la belleza de los protagonistas pasó a ser secundaria, y debimos hacer énfasis, hasta ahora, en la caracterización. Antes se trataba de hacer a la gente más linda, ahora se trata de que hagan mejor su trabajo, así, incluso, desmejorando su imagen física”.
Según el fotógrafo inglés David Bailey, Mae West, la curvilínea rubia que hacía furor en los locos años veinte, hoy sería “una gorda simpática para atender en una fuente de soda. Hoy las mujeres no nacen bonitas. Se hacen. A mí dénme un cuello largo y una gran boca femenina. Yo hago el resto con mi cámara.” Bailey descubrió una de las bellas más bellas: la actriz francesa Catherine Deneuve (“Los Paraguas de Cherburgo”). La obligó a bajar siete kilos de peso y sobre sus rasgos demacrados dirigió un maquillaje diferente. Resultado: una segunda Greta Garbo (el único rostro de ayer que no provoca comentarios burlescos de los especialistas de hoy). Dudosamente de la Deneuve se reirán en el futuro.
Marlene Dietrich, la vampiresa que enloqueció a los espectadores de los años treinta con películas como “El Angel Azul”, en una retrospectiva exhibida en París arrancó un “¡Qué horror!” de Agnes Varda, la directora de “La Felicidad”. Explicó: “Marlene es la materialización dramática de la madrastra de Blanca Nieves. El dominio disfrazado de mujer según los cánones clásicos de las historias infantiles. Los adultos sabemos que todos somos malos y buenos según las circunstancias. La vampiresa prototipo es una estupidez.”
Sin embargo, el cine también ha inventado personajes por el puro placer de inventar, algo inherente a todas las Artes. Y quizás si como una manera que le es propia también al arte: la de reírse de sí mismos exagerando cánones sociales. La vampiresa en el Cine nace para reirse de la bondad absoluta: una belleza no necesariamente tenía que ser buena. La vampiresa es una mujer linda y mala: aunque las más de las veces sus actos están justificados por una necesidad prioritaria. El reinado de la “mala” marcó una época cinematográfica. Con los actuales cánones del cine la maldad absoluta en la pantalla casi no existe, sólo se practica relegada a la ciencia ficción. Es que es éste un estilo difícil. Y los conceptos han variado mucho desde los tiempos de Theda Bara, que marca el debut de “la mala” en 1914, cuando es creada para acusar la presencia de “la buena”(en que se inscribían estrellas como Mary Pickford y Lillian Gish). La “mala” fue creada para realizar todas las acciones que a la “buena” le estaban prohibidas. Theda Bara aparecía en la pantalla con ropajes estrafalarios que simulaban telas de araña y alas de murciélago, sugiriendo ser victimaria en búsqueda de presa; en el rostro, muy bello, pintada una sanguinaria sonrisa. Theda era literalmente una asesina en sus películas, al final siempre desagradada y sin un peso, pero íntegra. Su interpretación en "Cleopatra" es un clásico del cine mudo. Theda es la vampiresa en esencia: un género de mujer que podía hacer sufrir hasta lo indecible a otra mujer por un objetivo, o que no trepidaba en ser lo que fuera para levantarse a sí misma o a quien amaba. Nadie creía verdaderamente en los pecados de la vampiresa, como sí se creía en la pureza de la jovencita. Era, ciertamente, un cine ingenuo, enormemente exitoso.
En la década de 1920 las vamps se hacen menos siniestras, de acuerdo con las burbujas de la época; se suavizan, se hacen menos evidentes y francamente mimosas, como Nita Naldi seduciendo a Valentino en “Sangre y Arena”. El concepto fue cambiando a medida que la reina buena demostró que podía recurrir un poco a la sensualidad sin perder su lugar. Las primeras vamps del cine destrozaban completamente la vida de sus hombres y generalmente salían triunfantes. Luego comenzaron a divertirse un poco con uno y otro y al final sus “víctimas” retornaban a sus esposas y novias, quienes aprendían una lección y hasta algunas se decidían por adoptar algunos métodos de sus peligrosas rivales. En el momento en que la reina buena se decide a actuar, la reina mala desaparece. La vamp, cuando logra quedarse, es repudiada como “la otra” (tal cual Rita Hayworth en la versión sonora de “Sangre y Arena”). Las vampiresas clásicas terminan en la década de 1930, cuando son reemplazadas por las reinas malas. El reinado difícil de las malvadas alcanza su más alto concepto cuando aparecen entonces las actrices norteamericanas Joan Crawford y Bette Davis. El afiche de una película de Bette Davis, entonces, dice: “Nadie es tan buena cuando hace de mala”. A ella hoy se le recuerda, además, por sus ojos, y por la fuerza que ponía en líneas como: “Ajústense los cinturones. Será una noche tormentosa” (en “La Malvada”). A Bette Davis, durante su apogeo en Hollywood le decían “el quinto hermano Warner”, por su éxito de taquilla, pero también porque impuso cualidades consideradas entonces masculinas: fuerza, tenacidad, valor, una mezcla explosiva que la convierta en caracterizadora señera, la “mala” alcanza su más alto apogeo en Norteamérica en la década de 1940.
En esa época, el cine Latinoamericano rescata al personaje que parecía querer estancarse. Es cuando nacen las malas cabareteras que bailan rumba inventadas en la época de oro del cine mexicano. El género de rumberas, ha sido solo últimamente rescatado, disminuido cuando se le enfrenta con las otras Escuelas que surgieron entonces en la cinematografía mexicana; por su estilizada expresión las más de las veces (siendo esencialmente social en su última intención) ha sido poco rescatado. Nuestras cabareteras son una de las expresiones más alta que el cine hace de la reina mala. Ya Theda Bara había sido olvidada, y Bette Davis y Joan Crawford se habían hecho inalcanzables cuando surge la cabaretera en nuestros países, que se ubican, sin mayor esfuerzo en el gusto popular. Así nace la actriz de Cuba Ninón Sevilla, cuyos personajes de mujeres perdidas -digámoslo de una vez- en nada reflejan lo que ella es en la vida real: una dama encantadora de buen humor, cuya castidad en México es legendaria. Nació en La Habana, “pero filmé siempre demasiado poco en mi país, al que amo. He sido, en realidad, una actriz extranjera.”
Ninón Sevilla, que reside entre México y Estados Unidos mantiene su carrera vigente entre la televisión, el teatro en México y sus presentaciones personales. Una retrospectiva de sus películas en Tel Aviv, 1994, cerró con su presencia un ciclo que incluía una muestra doblada al idish: “Señora Tentación”, “Coqueta”, “Perdida”, “Sensualidad”, “Aventurera”, “Mulata”, “Carita de Cielo” y “Víctima del Pecado”. Ninón se hace respetar primero por los franceses, cuando es aplaudido el cine mexicano por los que iban a crear la “Nueva Ola”: desde “Cahier du Cinema”, directores como Emilio el Indio Fernández y fotógrafos como Gabriel Figueroa son primero “descubiertos” por Francia antes de que nuestros críticos latinoamericanos los aceptaran. En general, el cine de rumberas latinas, mezcla de vamp y malvada, fue muy mal visto por nuestras respetables burguesías, pero el pueblo las hizo también sus heroínas. Recuerda Ninón, en su casa en la Ciudad de México, donde conversamos con ella, en varias oportunidades entre 1980 y 1990:
“-Yo encaucé mi carrera a partir de 1950, cuando filmé “Víctima del Pecado”, dirigida por el Emilio "el indio" Fernández y con la fotografía de Gabriel Figueroa. Ellos me ayudaron a salir de prostituta pobre en mis películas. Me dejaron ser actriz. A mí siempre me resultó mucho más divertido representar a una mujer perdida que a una dama llena de remilgos. Yo amo mi trabajo porque siempre me divertí haciéndolo. La de rumbera es una manera dura de vivir. Y esa manera difícil es la que mostré en mis películas, y si hablo en pasado es porque ahora difícilmente se escriben guiones de “mala”; es un género casi perdido en el cine, porque ahora se le trata más con el ánimo de amedrentar que sólo el de mostrar, que debe ser la función por excelencia del cine. Porque la pantalla sólo sabe mostrar, no transformarse en dictadora de conciencias pues es algo muy peligroso. Yo mis películas, primero, las hice para mi propia diversión, difícil en la medida en que una actriz debe invertir todo su tiempo en realizar su trabajo. Y he trabajado con el espíritu de que debo divertir al público. Es cierto que la maldad absoluta no existe, y, en ese sentido, mis personajes sólo buscaban entretener. Desde que recuerdo me he levantado al amanecer para estar en el set muy temprano. El trabajo de una actriz, en esto, se parece al trabajo de una campesina, que comienza al alba y es un trabajo duro. Yo siempre pensé que si la vida fuera fácil, ¿qué gracia tiene?. Había trabajado mucho antes de ser requerida por los que sabían. Emilio y Gabriel, y toda la gente posterior con la que filmé, permitieron que me hiciera actriz. Fue cuando descubrí que no era importante si mis piernas eran bonitas o no; supe que lo que realmente importaba era lo que yo podría expresar con cada uno de mis huesos, con mis gestos, con el uso del entorno, que descubrí en esa época, porque antes estaba tan inexperta que, al salir a escena, no veía nada de la escenografía; entonces, aprendí a jugar con lo que me rodeaba también. La escena en el cabaret “La Máquina Loca” de Tlaltelolco (en “Víctima del Pecado”) la improvisé toda. Le dije a Emilio que abriera los micrófonos para que grabáramos directamente, sin play back, para que todo fuera más real: es que yo tenía que cantar allí, y yo no soy cantante, soy actriz, entonces, pensé "si grabo mi voz no tendrá el mismo ritmo del instante en que se capta la imagen, así es que ¡de una vez!" Y resultó bien. Desde entonces pedí en mis películas micrófono abierto y luego se hizo costumbre. Sólo he sido una actriz que ha usado la música para enmarcar su trabajo. Todos mis bailes los creaba yo misma, y traje de la Isla a Dámaso Pérez Prado, el mambo, el cha-cha-chá... Cuando me inicié en el Cine yo sí sabía algo de música, aprendí mirando simplemente, como todos en La Habana, en que uno ve bailar al pueblo desde que nace. Así adquirí la música: observando. A veces, algún director me decía:
-A ver, aquí quiero que baile usted algo tropical.
-Sí. Pero, ¿ Qué cosa tropical quiere que baile?
-Pues, lo que sea tropical -respondía. Y decía yo:
-Pero señor, no expresan lo mismo un mambo que una cumbia o que un cha-cha-chá o una rumba. Cada baile es una expresión diferente, tiene su propio significado. ¿Qué quiere usted que exprese? ¿Usted sabe lo que es una cumbia?
-Sí, sí, ¿Cómo no?. Es un baile tropical.
-Sí, claro -decía yo. Eso es una cumbia. A la hora de filmar, llegaba yo al set y me presentaba con mis vestidos, y el director decía:
-¡Ese no es el vestido que yo ordené!
-¡Claro que no! -le respondía-. Ese vestido lleno de pencas de plátano de ese tamaño, eso no me pongo yo. Lo que usted quiere que yo lleve es una mala copia de lo que vestía Josephine Baker en París, que a ella le quedaba muy bien, pero, eso no lo usaría ninguna mujer cabaretera en nuestros países de América... Así hice bordar en mis ropas plumas de pájaros nuestros, hice bordar nuestras flores y me planté en la cabeza vasijas pintadas con escritura maya, con grecas araucanas y soles incásicos... Y cuando no me mostraba bailando, mis ropas eran lo más elegante que podía imaginar, insinuando mucho y mostrando hasta donde era posible sin ser grosera, como son nuestras cabareteras: en Latinoamérica la cabaretera que rescató nuestro cine es ciertamente una mujer mala, pero que sólo actúa malvadamente forzada por las circunstancias. Son mujeres que han caído muy bajo, impulsadas por la vida. Yo el aire de vampiresa lo adopté de Theda Bara, le puse música y bebía y fumaba. La mujer burguesa jamás fumaba en público en esa época, salvo raras excepciones: yo a la primera mujer que vi fumar en público fue a la escritora chilena Gabriela Mistral, y causaba sensación. Así, las mujeres que hice en el cine fumaban y bebían en público, y a la gente le encantaba. Porque iban al cine a ver a sus heroínas malvadas esperando que actuaran como tal. Era un estilo difícil.”
En “Aventurera” vemos a Ninón Sevilla haciendo de cabaretera. Es una mujer perdida, abrumada, envuelta en un traje plateado que resalta su belleza, abierto hasta muy arriba del muslo, subida en sus zapatos muy altos tomados con tiritas (que, a partir de ella, serían imprescindibles en la vestimenta de las actrices que tocan el género); la vemos con una copa en la mano que dobla cada vez más; así recibe la espléndida revelación de que tiene que aceptar “ser lo que se es”: en ese ambiente sórdido de un cabaret sabe, definitivamente, “lo que soy realmente”, sin otro destino posible. Entonces, cruza, espléndida, el salón, mientras canta Pedro Vargas la música enorme de Agustín Lara, que escribió las canciones de la mayoría de sus películas. Este es, en esencia, el personaje de reina mala rescatado por el cine latinoamericano: una mujer recargada en una columna, fumando, pensativa, melancólicamente fascinante, esperando lo que sea que tenga que llegar, o nada “que al final, ni importa”. Esa escena de “Aventurera”, quizás la mejor lograda de cabaretera en nuestro cine latino, la filmó Ninón en tres minutos, lo que dura una canción, y creó un estereotipo inimitable, intentado una y otra vez a partir de entonces, especialmente en el cine europeo, y particularmente en Francia, donde la adoptan como al tango. En “No Niego mi Pasado” es una prostituta falsa e ingeniosa, que con un cómplice explota a los hombres con trucos "para “ayudar a mi familia a poner una tienda”. Al final se casa con el hombre del cual se enamora: un rico industrial que le “perdona todo el pasado”; retratando, por primera vez en nuestro cine latino ese nuevo tipo de familia fundada luego de la Segunda Guerra Mundial, en que “el amor todo lo perdona”.
Ya definitivamente la “mala” deja de ser malvada. Son mujeres que se imponen, primero, por su belleza, que las hace básicamente simpáticas. Sus crímenes los hacen forzadas por alteraciones emocionales más que por cálculo. Son mujeres fuertes, que nunca se arrepienten (al igual que las primeras vamps del género), como resignadas a cierto destino infranqueable en las cosas que las obliga a actuar, como un as o un rayo: se alzan contra la imagen de la madre abnegada, siempre incorruptible en la historia del cine, salvo raras excepciones anglo sajonas, porque en Latinoamérica siempre, al respecto, primó nuestro matriarcado ancestral. Así, la rumbera del cabaret nace como protesta también a un sistema. En plena filmación, Ninón improvisaba frases como:
"Esas, ¿ Por qué tienen abrigos y pieles y yo no?", o
"Voy a arañarte. Espera que se seque el esmalte de mis uñas", o
"Con estas piernas ¿Qué otra cosa podía yo hacer?".
Recuerda Ninón: “En mis películas, todo lo que yo inventaba era, por supuesto, congruente con el personaje. Me posesionaba completamente de mis papeles, pensando en que el público debía creer lo que yo estaba mostrando, y, para lograrlo, debía, primero, creerme yo misma, lo que me obligaba a olvidar toda una serie de valores... Cuando terminaba de firmar, era como si despertara de un sueño, y me preguntaba: “¿Qué pasó?”. Era como si el personaje me hubiera posesionado y yo decía: “Bueno, es que he renunciado a mí un momento, nada más un momento”. Una vez, mirando unas pruebas, vi como decía groserías de alto calibre, y lo habían filmado todo sin inmutarse; pensé: “Esa que habla no soy yo, no puedo ser yo”. Y pedí que se eliminaran todas esas partes de la versión final. Porque, si bien mis personajes son mujeres violentas en sus circunstancias, la mayoría nunca son vulgares. Porque la violencia extrema no es vulgar, al contrario, es de lo más sofisticada. Las rumberas cabareteras de nuestro cine latino son consecuencia de un estilo más innovador que receptivo, sin ceremonia, tal cual una curva en un camino largo, en que la risa fácil forma parte de él, así como las decisiones inmediatas, inherentes al cabaret, a la vida en esos lugares. Por ello, son personajes perfectamente creíbles en todas partes. Cuando me invitaron por primera vez a Japón, por una retrospectiva de varias de mis cintas, en Kioto, cuando vi mi primera película traducida al japonés, me pregunté cómo lograban entender la trama, porque en muchos parlamentos no veía subtítulo alguno; allí supe dos cosas: la enorme de capacidad de síntesis de algunos idiomas, y el lenguaje universal que podía ser el cine, tal cual hoy es. Por supuesto que, en nuestra época, nosotros trabajamos sin saber que lo que hacíamos podría trascender. Simplemente hicimos nuestro trabajo lo mejor que podíamos. Nada más”.

En estos primeros cien años del cine, los hombres que actúan e hicieron papeles de “rey malo” casi no lograron transmitir ese desprecio por el mundo que expresan las reinas malas, ni lo abismante de su caída. Salvo raras excepciones (como Anthony Perkins en “Psicosis”), siempre las mujeres impactaron más en este género. Las vamps impactaron mas que los gigolos. En Norteamérica, por ejemplo, Bette Davis no tiene una estrella masculina que se le compare, ni siquiera que se le acerque; la excelencia ha hecho de estos papeles de los más difíciles de encarnar; y a las actrices ya no les importó aparecer desaliñadas, con años de más, si es un buen papel de “mala”, pero se hicieron cada vez más escasos. Así, a partir de los años sesenta hasta ahora hemos visto mujeres gangsters, espías, posesionadas, sicópatas, mujeres fenomenales, en que sus manías las sume en límites increíbles a pesar de lo cual, contadísimas lograr destacar. Ya en los cincuenta se inicia la lista; cuando surgen en Hollywood Lana Turner (en “El Cartero siempre Llama dos Veces”), Ann Blyth (en “Mildred Pierce”), Jennifer Jones (en “Duelo al Sol”), Ava Gardner (en “Los Asesinos”) y Linda Darnell (en “Ángeles Caídos”). Heredera vigente de esa tradición es Elizabeth Taylor, que se inscribe en el género haciendo de prostituta elegante en “Una Venus en Visón”. Después usa sus primeras canas, engorda y se emborracha haciendo gala de un lenguaje como nunca se había escuchado en una cinta de Hollywood (en “¿Quién le teme a Virginia Wolff?”), ubicándose definitivamente, a partir de entonces, como una de las grandes actrices del primer siglo del cine.
Se dice hoy que Liz Taylor es la última gran estrella viva del cine pionero. Y no es una verdad lejana: ha dedicado su vida a Hollywood. Ella hizo tambalear la economía de los estudios con el costo de “Cleopatra”, que superó en varios ceros a la derecha el desastre que representó “Las Raíces del Cielo”, de M. Cimino, en la década de 1970. Sin embargo, Liz devolvió con creces a Hollywood su extravagancia en películas posteriores que no sólo aportaron grandes ganancias (y lo siguen haciendo), sino que, además, quebrando el mito de que las estrellas no necesariamente debían saber actuar: sólo mostrarse glamorosas. Es la primera estrella que no temió mostrarse avejentada y soez en beneficio de una interpretación. Encarna por excelencia el decir que el cine pudo suplantar a la naturaleza: en un momento en que Hollywood “vendía” belleza, ella se hizo fea a propósito. Liz Taylor pasó su niñez entre los sets hollywoodenses: hizo sus estudios en la Escuela para niños actores de la MGM, es decir su mundo fue siempre el del Cine y a ese mundo se brindó, con gran acierto. Cuando filma “¿Quién le teme a Virginia Woolf?”, ya su belleza hacía varias décadas que era legendaria, más la fama mundial que le había acarreado una tormentosa vida sentimental que las revistas del corazón aún reseñan; entonces es cuando rompe con el mito de sofisticación, engorda, se desgreña y filma junto a Richard Burton el soberbio guión de Edward Albee. La fórmula fue: “Desahogar los inevitables odios conyugales en el celuloide y conservar la ternura para la vida real".
De Liz Taylor escribió Richard Burton: “Ella pretende ser una arpía, porque cree que le sienta bien a una esposa que en cada película gana exactamente el doble de su marido, pero no lo consigue. A pesar de sus dos millones por film, yo, con uno solo, llevo los pantalones. Cuando se me insolenta le recuerdo que tiene un cerebro de pajarito y eso es suficiente para que se eche a reír y me dé la razón. Sin embargo, es extraordinariamente inteligente y es extraordinariamente ignorante. ¿Quién no lo sería educada en el colegio de los Estudios de la Metro Goldwyn Mayer? Reconozco que tampoco le he aportado mucho. Tal vez una cierta apertura mayor a la vida y al mundo que nadie le dio antes. Cada vez que le hago pasar un test de inteligencia resulta por encima del término medio; lee poesía, tiene muchísimas concepciones acertadas sobre el arte e incluso pinta nada de mal... Conocí a Liz cuando tenía diecinueve años. Creí que era tan inaccesible como irresistible. Para mi gran sorpresa, la conquisté en un dos por tres. Su inaccesibilidad era un mito: en cambio, su belleza es real. Continúa siendo un verdadero prodigio de belleza, una obra maestra de la naturaleza... Su busto es sensacional, perfecto. Nuestros verdaderos amigos nos aconsejaron hasta el cansancio no hacer “Virginia Woolf”. Decían que Liz echaría por la borda todo lo que había conquistado en su carrera con el glamour. Y pensaban que rompería nuestra vida conyugal dada la tremenda fuerza del odio que la obra desencadena en dos seres unidos por el matrimonio. Las predicciones no se cumplieron. Por el contrario. Estamos justamente evitando reproducir ese tipo de escenas en nuestra vida real... Liz no ha vuelto a decir una palabra grosera en nuestras rencillas; antes las decía. Pero si bien es verdad que no peleamos, reproducimos los peores diálogos de “Virginia Woolf” frente a nuestros hijos como un juego. Se acostumbraron a oírlos desde que estábamos rodando la película. La crudeza del vocabulario les encanta. Liz piensa que está bien que aprendan lo peor del inglés por boca de sus padres. Una teoría discutible, pero dejé que la pusiera en práctica. Ella es una mujer que jamás haría escenas con lágrimas para sacar ventaja. Bendita sea. Si quiere un abrigo nuevo de visón o traer una especie de conejo-ratón a casa, como lo hizo, juega a la esposa dedicada durante días y días, hasta que lo consigue. ¿La mejor de sus recetas? Esperarme con un tazón de sopa caliente cuando vuelvo a casa con algunos tragos de más.”
Se casaron dos veces. Hoy Burton ha muerto pero quedará en la memoria del cine como uno de sus más altos intérpretes. Elizabeth Taylor ha enfocado su energía para ayudar a los enfermos de la peste del siglo, el VIH-Sida, y a filmar cuando quiere o la convencen. Y a la final ni importa. Haber sido Liz, ¿no es, acaso, suficiente?
Es cierto, sin embargo, que, si bien “¿Quién le teme a Virginia Woolf?” es un punto alto en el género de las reinas malas, antes y después en el tiempo inmediato a que se filmara, hubo otros aciertos importantes. En 1958 surge Susan Hayward, al filmar la historia de la primera mujer condenada a la silla eléctrica (en “La que no Quería Morir”), y Bárbara Stanwyck logra llegar con “El Extraño amor de Martha Ivers”. En Norteamérica la tradición se quiebra en dos cuando surge Marilyn Monroe, al transformar el papel de “mala” en el de villana ingenua (a partir de “Niágara”), que convierte el reinado en un punto y aparte. Ya entonces el auge había llegado a Europa, y se harían innumerables intentos, pero, ni antes ni después, actriz alguna llegaría a igualar a Marilyn. Entre las películas que fueron populares en Latinoamérica podemos citar de Francia a Simone Signoret encarnando a una adúltera (en “Almas en Subasta”), y es una de “Las Diabólicas”, donde también se ubica una insuperable Annie Girardot; surge también Jeanne Moreau (en “Diario de una Mucama”), aún cuando el rol de “mala” en el cine galo es por excelencia patrimonio de Viviane Romance, en sus papeles que popularizaron en todo el mundo el término “Femme Fatale”. Desde Inglaterra se ubica a Sarah Miles (en “El Sirviente”) y después, a Julie Christie, que en “Darling” es una reina mala envuelta en desconcierto y dudas. De Suecia, Harried Handerson es una intrigante perfecta en “La Noche de los Forasteros”. De Italia se ubican dos cintas memorables: “Bocaccio 70” (el único rol de “mala” que logró Rommy Schneider), y “La Dolce Vita”, el memorable film de Federico Fellini en que surge Anita Ekberg bañándose vestida en una fuente pública, cierta noche de calor...
Las dulzuras de Dolores del Río, los rizos de Shirley Temple, las lágrimas de Ingrid Bergman, las niñerías de Debbie Reynolds y Doris Day, están muy alejadas de estas reinas, que mantuvieron su sitial con firmeza: Bette Davis, que murió en 1989, nunca dejó de encarnar estos papeles; así, al final de su vida, aún hizo “¿Quién yace en mi tumba?”, donde interpreta el doble papel de unas hermanas, ambas asesinas, y “¿Qué pasó con Baby Jane?”, donde hace dupla con Joan Crawford en un clásico del género. De Bette Davis repite Kim Novak, en la década de 1970, el papel de “Mildred” en “Servidumbre Humana”), y lo hace bien. También en esos días Anne Bancroft (en “El Graduado”) entrega su “señora Robinson” una “mala” con la que soñamos encontrarnos todos los que éramos adolescentes en esa época. En la década de 1980 surge Glenn Close, haciendo muy buenas “malas” en “Relaciones Peligrosas” y “Atracción Fatal”... Es cierto que una lista completa de actrices que han moldeado su estatura haciendo estos roles, no es muy larga. Así el personaje de “mala” haya sido recurrente lo mismo en Hollywood que en el Cine que se hacía, desde un comienzo, en otros lugares.
En Chile, por ejemplo, la primera película argumental, muda, que se filmó (estrenada el 16 de agosto de 1916), que se ubica también como la primera censura oficial en América, como anotamos, está basada en una reina mala: Corina Rojas, una mujer que cometió un crimen en la calle Lord Cochrane de Santiago. La cinta, de nombre “La Baraja de la Muerte” (o “El Asesinato de la Calle del Lord”) causó revuelo en la época, porque , en la vida real, aún no se dictaba la sentencia en contra de la asesina (interpretada por Palmira Fernández), lo que hizo posponer su estreno por decisión de la Alcaldía. El argumento lo escribió Claudio de Alas, poeta colombiano; y la fotografía fue realizada por el italiano Salvador Giambastiani; ambos animadores de la bohemia del Santiago de entonces. La prensa acogió bien el film: el diario El Mercurio dice: “Excelente. Hermosos paisajes y originales efectos de contraluz, puestas de sol, interiores...” En La Opinión se destaca que hubieran filmado tres mil metros de película, pero lamentan que la cinta “haya tenido asidero en un crimen escandaloso.”
En México, en 1920, la actriz de cine extranjera que más despertaba la curiosidad del público era la vamp Theda Bara. El 11 de abril de ese año en Revista de Revistas del D.F. se lee: “Ella habita una mansión cuyo interior se parece a un templo indio. En su gabinete se acumulan permanentemente nubes de incienso, hasta el punto de que la habitación siempre está en sombras y tal atmósfera marea y aún da náuseas a quien no tiene costumbre de respirarla. Los celajes del incienso se agitan y desgarran y vuelven a condensarse. En tal instante se distingue un Buda que parece como que rechina los dientes. Theda Bara ha colocado sobre el Buda una fotografía en que aparece ella con mirada plácida, apoyándose sobre un pálido oso polar. En esta fotografía Theda Bara finge mirar a todo el que se halla en la estancia. La habitación está cubierta de una tapicería fantástica, candelabros orientales de formas rarísimas en los que arden perfumados cirios consumidos a medias y cuya rama rosada no luce sino claridad maléfica. Una herradura de oro, amuleto de la fortuna, regalada por un regimiento militar admirador de Miss Bara. Almohadones turcos y otros objetos constituyen el gabinete de Theda Bara. El incienso sigue penetrando en la habitación anegándola y Theda se acomoda en un redondo sofá sobre cinco almohadones; enciende un cigarro de tabaco dulce y perfumado su criado japonés, ella lo mira hacer con los ojos brillantes. El japonés saborea el cigarrillo primero, aprueba a lo que se adivina, pues no dice palabra, el buen sabor del tabaco y el perfume del humo. Theda Bara no ama al Cine, y sin embargo el Cine ha creado a Theda Bara fama mundial. La gente cree que Theda Bara es un vampiro...”
Ya en ese entonces la “mala” era recurrente en el cine mexicano. Cuatro años antes, en 1916, Mimí Derba, una primera figura de la actuación en el país de la época, explotó el género con éxito inusitado (aunque ella misma se cuidó de hacer de “buena” las más de las veces). A Mimí Derba se debe la fundación de Azteca Films: al menos su talento incentivó los capitales para la creación de la primera Productora de películas formalmente investida en Latinoamérica, que se hizo con las mejores intenciones. Se lee en El Universal del día 27 de noviembre de 1916, firmado con el seudónimo de “Henry”: “Mimí Derba hará películas. El Cine nacional como un medio de enseñanza pública. Dice un escritor mexicano distinguido (se refiere al Reformador José Vasconcelos): “Nosotros pensamos y declaramos públicamente que si no es educar, no sabemos cuál puede ser la misión esencial, fundamental, única del gobierno en países tan atrasados como los nuestros”.
“En efecto -sigue el cronista desconocido-, en la educación pública esencialmente están fundados los destinos de nuestro país y hay que contribuir a ella todos y con todos los medios que proporcionan los adelantos modernos. La idea que la singular artista Mimí Derba está llevando a la práctica referente a la formación de una empresa cinematográfica que desarrolle asuntos de interés nacional inspirados en temas netamente históricos, que muestren las verdaderas costumbres mexicanas y que estimulen el ánimo público orientándolo hacia las tendencias sociales que nuestra civilización requiera, es muy digna de tenerse en cuenta dado el alcance de utilidad que puede representar con el tiempo en el terreno de la educación popular. Una película cinematográfica deja más impresión en quienes las miran que todos los libros que cuenta el mismo tema, que todos los oradores que lo expresan... Sobre todo si se trata de impresionar el ánimo de una clase social como nuestras clases media y baja. Los rasgos característicos de un personaje de cine son más comprendidos e imitados que todos los consejos... Dice el filósofo inglés Hurley: “La educación consiste en formar hábitos, en sobrecargar con una organización artificial la organización material del cuerpo de manera que los actos que antes demandaban un esfuerzo consciente, lleguen a ser inconscientes y se ejecuten maquinalmente”: ¿Y qué mejor manera de formar hábitos y de impeler a nuevas costumbres que con el atractivo de múltiples ejemplos de la vida real, desarrollados por personajes típicos en los que el éxito, la gloria y la fama coronen el esfuerzo o el ingenio que sirven de fondo moral al argumento?.
“W. Gustavo Le Bon escribe en su “Psicología de la Educación”: “En la fase de la evolución a la que la ciencia y la industria han llevado al mundo, las cualidades de carácter desempeñan un papel cada vez más preponderante. La iniciativa, la perseverancia, la energía, la voluntad, el dominio de sí mismos, son aptitudes sin las cuales todos los dones de la inteligencia son casi ineficaces”. Hay que pensar en la fuerza con que un argumento y buen desarrollo escénico cinematográfico puede infiltrar en el ánimo de los observadores, cualidades como la iniciativa, la perseverancia, la voluntad... La idea de Mimí Derba, en todo el alto concepto que ella la ha concebido, y sus trabajos encaminados a los fines indicados, debe ser motivo de satisfacción para la iniciativa y pueden ser el primer paso en una obra muy importante de la cultura. Es de desearse un éxito completo a la bella artista y a la empresa, y es de esperarse el apoyo y estímulo de las personas que están en condiciones de otorgarlo”.
Un certero investigador del cine mexicano (Luis Reyes de la Maza, en su obra “Salón Rojo”) comenta a propósito del texto citado: “Exageraba bastante este “Henry” al creer que el cine mexicano iba a cumplir una labor pedagógica. Creemos que ni siquiera la propia Mimí Derba, ni mucho menos sus socios, tuvieron esa idea, dado las películas que hicieron poco después.” El crítico se refiere a que las producciones iniciadas en Azteca Films aludían temas en que también “la mala” era protagonista. De hecho, la primera producción de Azteca Films (estrenada en julio de 1917) es la historia de una “buena” enfrentada a una “mala”, que recibió críticas diversas. Apoyo a la cinta dio el crítico R. Cabrera (que filmaba con el seudónimo de “Solía”), quien escribe en El Pueblo el 15 de julio de 1917: “Con la clásica indiferencia que nos caracteriza a todos los mexicanos, apenas si alguno recuerda que desde hace cosa de diez años se imprimieron las primeras cintas cinematográficas en México inspiradas en asuntos nacionales y por consecuencia llamadas películas mexicanas, aún cuando en su manufactura no siempre entraran precisamente elementos mexicanos. Por eso tenemos que desmentir la falsa versión propalada por allí de que películas como “La Luz”, “El amor que Triunfa”, “Triste Crepúsculo” y otras, hayan sido las primeras manifestaciones del Arte de la cinematografía entre nosotros; aquellos fueron desde luego, muy primitivos ensayos precursores de lo que más tarde habían de dar la perseverancia y la experiencia. Persona enterada del asunto nos refería la coincidencia de que el mismo señor Enrique Rosas, de la firma Rosas-Derba, y fundador con nuestra estimable artista de la Compañía Azteca Films, artista, operador y técnico que hoy trabaja y dirige impresionando los filmes de la Azteca, fue el autor de uno de los primeros ensayos de este género de industria con la película llamada “El Rosario de Amozoc”, en la que el señor Rosas tomó también participación como actor, y con esto nos viene el recuerdo de aquel “Don Juan Tenorio” que vimos adaptado al Cine por el expresado señor rosas y desempeñado por José Chávarri y otros actores mexicanos, y del “Cura Hidalgo”, hecho por Felipe Haro, que para dar verdad histórica a la cinta se trasladaron a Dolores Hidalgo y a otros lugares donde se desarrollaron acontecimientos cumbres de nuestra Independencia.
“Aquellos fueron, pues, a no dudarlo, los albores de la producción cinematográfica mexicana, por lo que las obras que en estos días se nos ha dado a conocer, ocupando su verdadero lugar de últimos adelantos del Arte de la Cinematografía en nuestro país, acusan un marcadísimo grado de progreso debido a los conocimientos técnicos que afortunadamente no son ya un secreto para los que aquí se dedican a esos trabajos. Nosotros no acostumbramos hablar, como suele decirse, por boca de ganso, y así, en cuanto supimos de la formación de la Compañía Rosas-Derba, constituida con el exclusivo fin de hacer obras de arte que pudieron llamarse nacionales, nos apresuramos a visitar el local que en sus principios estaba muy lejos de hacernos sospechar que llegaría a lo que ahora ha llegado, es decir, una planta formada por varios edificios adecuados al objeto de la industria a que se dedica, dotada de cuanto aparato y accesorios exige la cinematografía moderna... Constituida legalmente en virtud de escritura pública, procediendo a hacer las cosas paulatinamente y comenzando por donde debían buscar su principio, es decir, por la adquisición de un terreno magnífico por su situación y dimensiones, para construir los talleres y hacer todas las instalaciones requeridas por esa industria... Una vez levantados los departamentos destinados a escenarios, fotografía, cuarto oscuro, revelado, utilería, camarines, administración, etc., se hicieron contratos con libretistas, actores, pintores, maestros de bailes, directores de escena, y con cuantos debían intervenir en los ensayos y desempeño de las obras que se proyectarían en la pantalla... Y se comenzó a trabajar con la ayuda del suficiente capital en metálico que si bien no permite hacer todo lo proyectado con la fastuosidad y grandeza que la exigencia pudiera, sí proporciona los medios de poner las producciones de esa casa con el decoro y propiedad que son como hermanos inseparables del verdadero Arte... Este cronista ha seguido paso a paso la historia de esta sociedad. Una persona que ha vivido estos dos meses de vida común en aquella casa, nos decía cómo ha visto de cerca los obstáculos nada despreciables que hubo necesidad de vencer, cómo oyó más de una vez los desalentadores y desfavorables augurios que acerca de su porvenir lanzaban los incrédulos... Mimí y cuantos la rodean deben sentir legítima y noble satisfacción ante la primera obra concluida que ayer habrá conocido el público de México en su estreno en el Teatro Abreu.”
El día 16 de julio de 1917, en El Pueblo, el mismo cronista anota: “Un triunfo merecido para “En Defensa Propia”, la primera película artística de manufactura nacional. Heme aquí metido resueltamente a croniquear el arte mudo del cinematógrafo, por obra y gracia de un momento de verdadera emoción artística... Los antecedentes que teníamos de “En Defensa Propia”, argumento debido a la talentosa Mimí Derba, eran tan encomiásticos todos ellos, que francamente hubimos de aumentar nuestras reservas... Y aún a riesgo de caer en la rutina de viejos moldes, parécenos esta ocasión propia para hacer una ligera exposición del asunto desarrollado en la película, por lo que seguidamente damos la síntesis del argumento: se trata de una muchacha, Enriqueta, que se queda completamente huérfana, obligándola a trabajar el desamparo; encuentra acomodo en la casa de Julio Mancera, joven viudo y rico que siente más marcada la amargura de la soledad con la responsabilidad de su pequeña hija, entrando como institutriz de la niña, que prontamente se encariña con Enriqueta, en cuya ternura y en cuyos cuidados halla el cariño maternal que no la fuera dable conocer. Julio se interesa por la institutriz, y una vez correspondido, la hace su esposa, dando a su hija una verdadera madre y a él la renovación de su amor perdido. Pero en esto llega a México, procedente de Europa, una prima de Julio, Eva, refinada coqueta, un tanto exagerada en sus modales parisinos, que logra distraer al hasta entonces ejemplar esposo, robando poco a poco a Enriqueta su cariño hasta que ya en la pendiente traspasa los límites de la prudencia permitiendo que Julio la distinga con su preferencia, aún sobre su esposa y que ésta guste demasiado pronto de la pesada carga del matrimonio que poco a poco se resuelve en el infortunio de su vida...”
Se excusa luego el crítico R. Cabrera “Solía” (uno de los pioneros del ensayo cinematográficos en Latinoamérica) explicando que sus impresiones de “En Defensa Propia” eran “por natural instinto” (como se dice que es el inicio de la crítica como arte); y llega a narrar el desenlace mismo de la película: el triunfo de la “buena” sobre la “mala”, y expresa que “ni que decir tiene que la interpretación resultó en verdad irreprochable por parte de todos, y admitiendo el calificativo de magnífica por lo que hace a las principales figuras... Mimí está sencillamente encantadora (la buena) acusando un estudio completo de su papel: inteligente, enamorada, buena y hermosa, mujer superior, en una palabra, que sabe encontrar al peligro supremo de su vida la solución más acertada, sin violencia y sin atolondramientos. La artista, a quien la crítica ha puesto reparos en el teatro acusándola de exceso de frialdad, se muestra en la película llena de sensibilidad y de vida, dentro del marco exigido por su papel. Y si Mimí está tan encantadora, María Caballé (la mala) está espléndidamente bien: frívola, coqueta, apasionante, insinuante, elegante y ardosa; es un papel también muy aplaudido por la numerosa concurrencia que llenaba el cinematógrafo...”
Así era: el fervor del público era tanto para la “buena” como para la “mala”. En septiembre de 1917, al estrenarse una nueva película de la Azteca Films (“La Soñadora”), el día 27, en el diario El Pueblo, otro cronista cuyo nombre no quedó registrado, dejó una espléndida nota: “Desde que se estrenó “La Luz”, “primera película de arte nacional”, como se ha dado en llamar a toda obra cinematográfica hecha en México (tal vez por este sólo motivo), no había vuelto a ver otra hasta el jueves pasado en el Salón Olimpia, donde se proyectó “La Soñadora”, último trabajo de la Azteca. El salón era pequeño para contener el número tan crecido de espectadores, cuyo entusiasmo por admirar la película era superior a la inquietud que había puesto en las almas la noticia del eclipse de los tostones. A fin de comprar mi boleto tuve que esperar un forzoso y prolongado rato y a mis oídos llegaba con la amargura de un adiós el grito de las monedas. Ya en mi asiento un vago sentimiento de temor me inquietaba, tal vez porque dudaba del éxito. Cuando apareció Mimí Derba en la pantalla, mi inquietud aumentó. Mimí es una mujer que produce una impresión de fuerza, de realidad, de clara turbación... Pero al tiempo pensé: eso no es un obstáculo para que tenga un alma soñadora y después de hecha esa reflexión esperé; no me equivocaba: Emma, nombre de la protagonista desempeña un papel violento y doloroso, muy lejano del ensueño. La película es digna de elogio, más que por el argumento, que es poco interesante que en muchas ocasiones falto de espontaneidad, por el entusiasmo y buenas disposiciones que demuestran los actores para desempeñar su papel discretamente, lo que a veces logran con todo éxito, sobre todo Mimí Derba, que tiene momentos de agradables y conmovedora naturalidad, como en la parte novena, cuando se encuentra en la prisión triste y fracasada, llega, con sólo la expresión de su semblante, sin recurrir a ademanes y aspavientos ridículos, a manifestar con delicada elocuencia toda la tragedia de su vida.
“También la Uthoff, en el papel malévolo de Juana, logra a veces una feliz interpretación... Ahora me permitiré tratar brevemente esa multitud de detalles que parecen no tener ninguna importancia, pero que a la postre son los que casi siempre orientan el criterio del público. En la primera parte, cuando el pintor Ernesto se encuentra por segunda vez a Emma, en una de las calzadas de nuestra hermosa Alameda e insiste en que le sirva de modelo, se leen en el lienzo estas palabras: “Ella dijo un sí como un leve suspiro”, pero Emma es tan vehemente en la expresión que más que un leve suspiro es una afirmación rotunda. En la sexta parte, cuando el millonario Bremen sorprende a Emma con Luis, se nota lo forzado del momento; yo no sé de ningún mortal que tenga la serenidad, al ser sorprendido por el amante de la mujer con quien está, de darle besos y despedirse amorosamente antes de huir. Causaba mortificación ver al pobre Bremen, enloquecido de cólera y de despecho, a veinte pasos de la infiel, esperando que su rival huyera para acercarse a ella, y reprocharle su conducta. La fiesta que da pretexto a tal escena la encontré completamente falta de novedad: el minué que bailan los invitados, todos vestidos al estilo Luis XV, torpemente ejecutado, pues termina cada quien como mejor puede, resulta desusado en estos tiempos violentos, de danzón y fox trot. Dos o tres de los varones, en su deseo de aparecer gentiles, levantaban tanto el pie al andar, que no parecía que pisaban sobre blanco césped, sino sobre un campo sembrado de cascos alemanes. Cuánto mejor hubiese resultado que la “belleza nacional” de Mimí se hubiera presentado ataviada con el típico traje mexicano “compunteando” un alegre y atrevido jarabe. Lo mismo cuando está en la cárcel por el delito de homicidio con todas las agravantes: las compañeras de prisión son cuatro o cinco inditas desharrapadas e inofensivas, a quienes si se les preguntara por qué las tenían allí responderían seguramente: ¡Quién sabe!
“Antes de lo anterior, aparece una hermosa avenida del Bosque de Chapultepec por donde viene, en compañía de sus amigos, nada menos que Mimí a horcajadas sobre un brioso corcel, luciendo una original indumentaria; ese espectáculo, para nuestro México asustadísimo y malicioso, se presta a deliciosos comentarios. Morirse de mentiras es más difícil que morirse de veras; con muy raras excepciones, siempre que en el Cine o en el teatro veo morir a un semejante, me produce una impresión muy diferente a la que debería sentir: casi siempre me dan ganas de reír. Cuando la Uthoff se muere a consecuencia del balazo que con fatal puntería le dispara Mimí, volví a sentir la misma impresión: al caer se le recoge un poco el vestido dejando al descubierto media pierna; es tan violenta la rigidez que la inmoviliza y tan imposible la posición que guarda la inquietante pierna, que francamente me puse de buen humor.”
En verdad, desde sus inicios una pierna bonita en el cine ponía de buen humor a los hombres donde sea que estuvieran: es cierto que las primeras vampiresas pocas veces mostraron más, pero eso era suficiente para despertar la esperanza en lo que no se tenía, pero que existía, allí, en una pantalla de cine. ¿Si algo se veía en una pantalla, justo allí, vivo, por qué no podíamos toparlo en la vida real?. La fuerza de la imagen con que entró el Séptimo Arte fue, en este aspecto, enorme, y es lo que ha de darle permanencia más allá de nosotros: por el efecto inmediato de lo visual. Lo que vemos, existe (tal es su acierto fortuito). La impresión de la belleza, entonces, como en todo arte, es también aporte inmediato del cine; el impacto inmediato de aquello admitidamente bello o admitidamente repulsivo han sabido dar al Séptimo Arte algunos de sus momentos más perturbadores y emocionantes.
Frankestein, naturalmente, forma parte de este descalabro de la belleza: es el hombre producido en un laboratorio, que no alcanza ni remotamente la belleza física del natural. Mary Shelley, la creadora del personaje, lo inventó a manera de ejercicio, sin premeditar un mito que era ya famoso en la literatura cuando el cine lo universaliza a partir de la primera cinta “oficial” que se firma con el personaje en 1931 (“Frankestein”, de los estudios Universal con Boris Karloff). Mary Shelley escribió la obra a los diecinueve años (cuando ya era madre de un hijo del célebre poeta inglés). Ya popularizada su creación, escribió: “Estoy siendo consultada para proporcionar una explicación acerca del origen de mi historia "Frankestein o el Prometeo Moderno”, y estoy dispuesta a cumplir con ello en lo que me sea posible... No es extraño que, como la hija de dos personas de distinguida celebridad literaria (William Godwin, autor de “Adventures of Caleb Williams”, y Mary Wollstonecraft, quien escribió “Vindication of the Rights of Woman”), debí tener muy temprano en mi vida la idea de escribir... Viví mi infancia en el campo, y pasé un tiempo considerable en Escocia. Hacía visitas ocasionales a los lugares más pintorescos; pero mi residencia habitual fueron las descoloridas y secas costas del norte de Tay, cerca de Dundee. Descoloridas y secas las llamo en retrospectiva, pues no me lo parecían tan así entonces. Ellas significaban la libertad y una agradable región donde descuidadamente podía convivir con las criaturas de mi afecto. Luego escribía, pero en un estilo muy corriente. Fue bajo los árboles de las tierras pertenecientes a nuestra casa o en las desoladas laderas de las desforestadas montañas cercanas, que mis verdaderas composiciones, los aireados vuelos de la imaginación, nacieron y fueron forestadas. No me hice la heroína de mis propios cuentos. La vida me parecía un asunto totalmente común en lo que a mí se refería. No podía figurarme que melancolías románticas o maravillosos sucesos podrían alguna vez sucederme; pero no estaba confinada a mi única y propia identidad, y podía poblar las horas con creaciones mucho más interesantes para mí en esa edad, que mis propias sensaciones. Después mi vida se volvió complicada y la realidad ocupó el lugar de la ficción. Mi marido, el poeta Shelley, de todas maneras, estuvo desde el comienzo muy ansioso de que yo me probara a mí misma el valor de mi ascendencia y me enrolara en la página de la fama. Él siempre estuvo incitándome a obtener una reputación literaria, por la cual yo me preocupaba en esos tiempos, aunque después me convertí en totalmente indiferente hacia ella. En ese tiempo él deseaba que yo escribiera, no muy convencido de que pudiera producir algo digno de hacer noticia, pero sí de que eso le podría servir para juzgar hasta qué grado yo poseía la promesa para mejorar cosas en el futuro. Yo todavía no había hecho nada... En el verano de 1916 visitamos Suiza y nos convertimos en los vecinos de Lord Byron. Al comienzo gastamos nuestras horas de ocio en el lago, o admirando sus riberas; y Lord Byron, quien estaba escribiendo el tercer canto de “Chide Harold”, fue el único entre nosotros que puso sus pensamientos sobre papel. Estos, según nos los comunicaba sucesivamente, retrataban las divinas glorias del cielo en la tierra, cuyas influencias nosotros compartíamos con él. Pero se asentó un mojado y poco amigable verano, e incesantes lluvias que a menudo nos confinaban a la casa por días. Algunos volúmenes de historias de fantasmas, traducidas desde el alemán al francés, cayeron entonces en nuestras manos...
“-Cada uno de nosotros escribirá una historia de fantasmas”, dijo un día de esos Lord Byron. Y aceptamos su proposición... El noble autor comenzó un cuento, un fragmento que imprimió al final de su poema “Mazeppa”. Shelley, más apto para encarnar ideas y sentimientos en el brillo de la radiante imaginería, y en la música de los más melodiosos versos que adornan nuestra lengua que para inventar la maquinaria de una historia, comenzó una a partir de las experiencias tempranas de su vida, que no terminó tampoco... Los ilustrados poetas, irritados por la trivialidad de la prosa, rápidamente renunciaron a su incompatible tarea. Yo me ocupé en pensar una historia, una historia que rivalizara con aquellas que habían incitado esta tarea. Una que hablara sobre los misteriosos terrores de nuestra naturaleza y despertara un horror estremecedor, una que hiciera al lector atemorizarse y mirar alrededor, helarse la sangre y acelerar los latidos del corazón. Si no lograba esas cosas, mi historia de fantasmas no sería merecedora de ese nombre. Pensé, ponderé, reflexioné inútilmente. Sentía ese espacio en blanco, la incapacidad de invención que es la más grande miseria del escritor, cuando se siente vacío. Cuando nada responde a nuestras ansiosas invocaciones. “-¿Has pensado en alguna historia?”, me preguntaban cada mañana y cada mañana me veía forzada a responder con una mortificante negativa...
“Todo debe tener un comienzo, para decirlo con una frase sancheana; y ese comienzo debe estar conectado con algo que venga de antes. Los hindúes dieron el mundo a un elefante para que lo sostuviera, pero hicieron un elefante parado sobre una tortuga. La invención debe ser humildemente admitida, consiste en la creación desde la nada, desde el caos; los materiales deben, en primer lugar, ser producidos: puede darse forma a la oscuridad, a sustancias informes, pero no pueden provenir de la sustancia en sí misma... Muchas y prolongadas fueron las conversaciones entre Lord Byron y Shelley, de las cuales yo fui una devota pero cercana y silenciosa auditora. Durante una de ellas, varias doctrinas filosóficas fueron discutidas y algunas otras sobre el principio de la vida y todo aquello que tuviera alguna probabilidad de ser alguna vez descubierto y comunicado. Ellos hablaban de los experimentos del doctor Darwin (no me refiero a lo que el doctor realmente hizo, o dijo que hizo, pero, en relación a mi propósito, de lo que se hablaba había sido hecho por él), quien preservó un pedazo de lombriz en un recipiente de vidrio, hasta que por medio de unos extraordinarios recursos este comenzó a moverse con impulsos involuntarios. No así, después de todo, volvería a la vida. Quizás un cadáver podría ser reanimado, el galvanismo había estado hablando de semejantes cosas: quizás las partes que componen una criatura podrían ser manufacturadas, puestas juntas, e insufladas de calor vital... La noche había menguado esta conversación y tranquilamente la hora mágica se había marchado, antes de que nos retiráramos a dormir. Cuando puse mi cabeza sobre la almohada, no me dormí, ni pude decir lo que pensaba. Mi imaginación me invadía, poseía y guiaba, regalándome las sucesivas imágenes que surgían en mi mente con una vividez más allá de los usuales límites del ensueño. Yo vi, con los ojos cerrados pero con aguda visión mental. Yo vi al pálido estudiante de profanas artes arrodillado al lado de la cosa que había reubicado. Vi al espantoso fantasma de un hombre tendido, y luego, por el trabajo de algún poderoso motor, mostrar signos de vida, y levantarse con un inquieto movimiento. Debió ser pavoroso; como supremamente pavoroso sería el efecto de cualquier intento humano por simular el maravilloso mecanismo del Creador del mundo. Su éxito aterrorizaría al artista, huiría de su odiosa obra, agobiado por el horror. Tendría la esperanza de que, lejos de sí mismo, el delicado resplandor de vida que había comunicado se desvanecería; que esta cosa, la cual había recibido semejante imperfecta animación, se sumiría en la inactividad de la muerte y él podría dormir en la convicción de que el silencio de la tumba extinguiría para siempre la transitoria existencia del horroroso cadáver al cual había buscado como la cuna de la vida. Duerme, pero es despertado; abre sus ojos; examina la terrible cosa que se encuentra a su lado, abriendo sus cortinas, y mirándolo con amarillos, llorosos, pero especulativos ojos. Me abrí hacia el terror. La idea poseía tanto mi mente, que un estremecimiento de horror corrió a través de mí, y deseé cambiar la espantosa imagen de mi fantasía por las realidades que me rodeaban. Todavía las vi; la verdadera habitación, el oscuro piso, los postigos cerrados, con la luz de luna atravesándolos, y la sensación de que el cristalino lago y los blancos y altos Alpes estaban alrededor... Veloz como la luz fue la idea que irrumpió en mí. “¡Lo había encontrado! Lo que me aterrorizó también aterrorizaría a otros, y sólo necesitaba describir al espectro que había acechado mi almohada de medianoche”. En la mañana anuncié que tenía pensada una historia. Ese día empecé con las palabras: “Era una triste noche de noviembre...”, haciendo la mera transcripción de los siniestros terrores de mi sueño en vela”.
Antes de la cinta de Universal, Frankestein había sido llevado tres veces al cine: en 1910 en una cinta que se perdió realizada por la compañía de Thomas A. Edison; en 1915, con el nombre de “Life without soul”, donde la historia es tratada como pesadilla de un médico (sin otro dato conocido porque también se perdió), y en 1920, en Italia, como “Il Rostro di Frankestein”, en una versión de la que sobrevivieron sólo trozos mínimos. Cierto que, en esos años, el expresionismo alemán ya rondaba el tema del humanoide con familiaridad: en 1916 Otto Rippert y Albert Neuss filman “Homunculus der Fuhrer” (la historia de un sabio loco que fabrica una criatura para dominar al mundo). En 1920 Henrik Galeen revisa el folklore nórdico y filma “El Golem”, que cuenta la historia de un poderoso monstruo nacido desde el barro (que J.L. Borges recrearía muchos años después en su famoso cuento “Las ruinas circulares”). En 1926, otro de los maestros alemanes del expresionismo Fritz Lang, crea en “Metrópolis” una mujer-robot destinada a esclavizar las masas. Pero Frankestein se convierte en un punto y aparte, convirtiéndose en una de las dos más grandes creaciones de la literatura y el cine de terror gótico (el otro ser es “Drácula”). Originalmente, en la cinta pionera de 1931 que se conserva intacta, estaba previsto que protagonizara a Frankestein el actor Bela Lugosi, quien ese mismo año había encarnado a Drácula en la cinta homónima de Tod Browning sobre el personaje de Bram Stoker. Sin embargo, no bien rodado apenas dos bovinas, Lugosi se retiró del proyecto. Según el actor, el maquillaje exagerado (desde su punto de vista) y la falta de diálogo de Frankestein según el guión, impedirían que expresara su verdadero talento dramático. Sin embargo, los años, le aportaron una nueva lucidez, y aceptaría el papel en remakes posteriores como “Frankestein y el Hombre Lobo” (1943). Así, el Frankestein original fue protagonizado por el entonces oscuro hombre de teatro de nombre William Henry Pratt, que se haría clásico en el género como Boris Karloff. Dirigido por James Whale, no sabían que con esa cinta iniciaban la multifacética carrera del monstruo que mejor ha despertado en el cine los terrores más elementales de la era moderna.
James Whale era un director de mérito (autor, entre otras películas, de “Showboat” y “El Hombre Invisible”, según el relato de H. G. Wells); en “Frankestein” empleó su conocimiento del expresionismo, o su inclinación por esta corriente, como se aprecia en la iluminación contrastada y los grandes decorados; además, muy en especial, dotando al monstruo de una inteligente evolución paralela a la de narración: a medida que la historia progresa, la creatura pasa de un ingenuo estado infantil a una creciente decepción por el mundo; la brutalidad de su naturaleza se dota así de una maldad social a la que el monstruo se ve compelido por asedio y por venganza. Abandonado por su creador (el actor Colin Clive), Frankestein se lanza a una sobrevivencia que representa una lucha prometéica contra el Dios/Padre que lo lanzó al mundo, tal como quería Mary Shelley según insinúa en el subtítulo de su novela: El Moderno Prometeo. Desde esta cinta de inmediato, se fijaron en la memoria colectiva ciertas frecuencias inolvidables, como la telúrica creación del monstruo, la persecución final por el monte entre las sombras, la caída final desde un molino envuelto en llamas... Las imágenes por excelencia que dieron identidad al mito. Y un inusitado éxito comercial a los Estudios, que en las décadas siguientes rodarían buenas y malas secuencias inspiradas en la creación de Mary Shelley. De 1935 data “La Novia de Frankestein”, de excelente manufactura y nuevamente dirigida por Whale y con Karloff y Elsa Lanchester como los monstruos protagonistas. Aquí el punto de partida es una sala de la casa en que están reunidos Lord Byron, Shelley y Mary: ella es la encargada de relatar la historia, retomándola desde la escena en que el monstruo y el doctor son asediados por el fuego. Ahora el doctor Frankestein y su malévolo ayudante crean una mujer, con el propósito de unirla al engendro original. Sin embargo, la idea resulta desastrosa: la nueva creatura (que aparece con un ondulado mechón rubio en medio de una melena oscura) se horroriza al conocer a su desventurado prometido, el que reacciona en forma violenta culpando al género humano, por tener cánones de belleza en que él, por supuesto, está descartado. Posiblemente esta película sea la más lograda de la serie, es Mary, Shelley y Byron. Es en sí una desgarradora historia de soledad y desesperación, los encuadres inclinados, la atmósfera enrarecida y el lirismo que se emplea en torno a los sentimientos del monstruo, así como un fino sentido del humor, nunca más se logró en las subsecuentes que se cuentan por docenas, de la que, sin embargo, es posible destacar algunas: “El Hijo de Frankestein” (1939, dirigida por Rowland V. Lee) con Bela Lugosi y Boris Karloff, que aquí hace su última aparición como el monstruo; sus siguientes intervenciones fueron como el doctor Wiemann en “La Casa de Frankestein”, 1944, de Erle Kenton y con Glenn Strange como el monstruo, y como un descendiente del doctor en “Frankestein 1970”, de 1958 (una cinta clase B y dirigida por Howard W. Koch, donde el clásico incendio al final es sustituido por... una explosión atómica).
Lo cierto es que desde que Karloff dejó la Universal, el Estudio siguió utilizando al personaje en una serie de películas que llenaron las matinés de todo el mundo, sin mayores pretensiones que explotar el popular personaje, ya entonces enclavado en el público: “El Fantasma de Frankestein” (1942, de Erle Kenton, con Lou Chaney Jr. como el monstruo); “Frankestein y el Hombre Lobo” (1943, de Roy William Weill); “Abbott y Costello contra Frankestein” (dirigida en 1945 por Charles T. Barton; quien no sólo pone el monstruo contra los cómicos, sino que además incluye a Drácula y al Hombre Lobo...) Con la explotación desmedida, como suele ocurrir con todo, el ciclo murió por inanición en esa época en Hollywood, pero lo retomaron los ingleses, más precisamente Hammer Films, que entre 1957 y 1973 realizó siete cintas inspiradas en el mito del hombre/engendro: “La Maldición de Frankestein” (1957, dirigida por Terence Fisher); “La Venganza de Frankestein” (1958, del mismo Fisher); “La Maldad de Frankestein” (1964, de Freddie Francis); “Y Frankestein creó a la Mujer” (1967, de Fisher); “El Cerebro de Frankestein” (1969, de Fisher); “El Horror de Frankestein” (1970, de Jimmy Sangster); “Frankestein y el Monstruo del Infierno” (1973, también de Fisher). El actor Peter Cushing actuó como el Barón en seis de estas producciones, haciendo de su presencia un elemento vinculante de la serie, en que destacan las cinco dirigidas por Terence Fisher, debido a que entrelaza sutilmente sus finales y sus comienzos, dando una cierta continuidad de saga al conjunto. Es cierto que la Hammer Films tomó elementos del ciclo preexistente de la Universal, pero aportó tratamientos diferentes a los personajes; mientras los estudios Universal centraron su acción en el monstruo, Hammer Films lo hizo en el proceso constructivo/destructivo experimentado por el científico creador. Ya el mito estaba creado, y posteriormente emerge todo un repertorio en el ancho espectro que va desde la comedia hasta la tragedia, pasando por la ciencia ficción y las aventuras.
En la comedia destacan “Frankestein Junior” (1974, del espléndido Mel Brooks que delira con varios gags referidos a las versiones clásicas y con Peter Boyle haciendo un magnífico monstruo estúpido; en “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975) a Frankestein lo hacen bisexual. “Los Monstruos” (Earl Bellamy, 1966) ubica al monstruo con una familia medio normal, que inspiraría la exitosa serie de televisión donde Frankestein adquiere un nombre (Herman Munster) interpretado por Fred Gwynne, que sirve a una patrona excepcional (Ivonne de Carlo), y de la que se han hecho dos remakes menores en el cine en la última década. Porque esperpentos hay varios: “Frankestein Adolescente” (1975); “Frankestein Contra los Monstruos del Espacio” (1965, dirigida por Robert Gaffney, hoy elevado a una especie de culto por su trabajo ingenuo); “Jesse James contra la Hija de Frankestein” (1966, que sitúa a la creatura en el viejo oeste norteamericano); “Drácula Contra Frankestein” (1971, delirante cinta donde los monstruos, ya ancianos, establecen un pacto de maldad); “Blackenstein” (1973, con un monstruo de color); “Lady Frankestein” (1975, donde una ninfómana doctora crea un monstruo para su uso particular); “Frankestein 88” (1988, reseñado por los críticos británicos como el peor Frankestein rodado en Inglaterra)... Mención especial merece el japonés Iroshiro Honda, el rey de los efectos especiales en su país, que convierte al monstruo en un engendro gigantesco con cara de niño enfrentado a un dinosaurio orejón en plena bahía de Tokio (en “Frankestein contra Baragón”, 1965) y luego lo transforma en un cruce con King Kong para “La Guerra de Frankestein y los Garantúas”, 1966.
Entre los últimos intentos que retoman el mito, sin embargo, se encuentran serios trabajos, como la reinterpretación de Alain Jessua (“Frankestein 90”, Francia 1984), donde se introducen los adelantos de la miniaturización electrónica; en 1985, Franc Roddman dirige “La Prometida”, en que el cantante Sting hace de joven barón Frankestein, cuyo acento está puesto en los alcances eróticos del mito y en la relación maestro/discípulo, enmarcada en una atmósfera gótica ideal para la historia. En 1990, Roger Corman dirige “Frankestein Perdido en el Tiempo”, en que el excelente actor inglés John Hurt es un científico del siglo XXI que viaja a la época del doctor Frankestein (Raúl Juliá), Lord Byron y Shelley con Mary (Bridget Fonda); la historia rescata una seria reflexión sobre la ciencia y su evolución y sobre el arte como testimonio moral, rodeada de una atmósfera sorpresiva por lo visual y el cambio súbito. Otras dos cintas: “Gótico” (dirigida por Ken Russel en 1986), y “Verano Encantado” (de Iván Passer, 1988), han tomado como argumento la vida de la autora de Frankestein, durante esa noche en que la escritora inventó el mito. La última película de la serie: “Frankestein de Mary Shelley” (1994) originalmente iba a ser dirigida por Francis Ford Coppola, que finalmente se mantuvo como productor recayendo la responsabilidad en Kenneth Branagh, que desde que dirigió “Enrique V” (1988) es considerado en Inglaterra como una especie de niño prodigio (tenía 27 años); lo cierto es que esta cinta no es mejor que otras del género: rodada principalmente en las afueras de Londres entre el 21 de octubre de 1993 y el 25 de febrero de 1994, tiene como principal mérito apegarse a la fuente original, de aquí su título. El monstruo, encarnado por Robert de Niro (que ha demostrado su excelencia en cintas como “Toro Salvaje”, “Buenos Muchachos” y “Cabo de Miedo”) se ve siempre sobreactuando; y el doctor se pierde en explicaciones científicas innecesarias mientras juguetea con la electricidad. No es un intento afortunado porque no elige un punto de vista nuevo ni particular para la célebre obra. Su mérito es centrar el esfuerzo en la fidelidad literaria. Lo que sin duda es bastante para el caso éste, que trata uno de los descalabros de la belleza que el cine ha denunciado: en esta idea de la fealdad humana como engendro, justamente, humano.
Otros mitos fueron creados, simplemente, para exaltar la belleza por sí misma: la belleza animal que hace al ser más sensual en la medida en que es natural, porque sí. Cuando en nuestros países de América se hace popular Brigitte Bardot, es su belleza inmediata la que la impone de una vez (en un momento en que los galos tenían estrellas enormes pero sin belleza particular, como Annie Girardot y Jeanne Moreau). Cuando surge B.B. parecía que la belleza por sí sola no bastaba ya para el cine, sin embargo, Brigitte, casi con solo mostrarse se impone sin más; aunque es cierto que se hizo clásica porque, a partir de lo que tenía, creó un estilo, el que, por supuesto, tiene la pizca exacta de perversidad de la vampiresa original. La fórmula de Roger Vadim, el creador de B.B. fue: “mujer más niña amorosa exploradora”. Ahora que se diga que fue buena o mala actriz es absolutamente secundario: Ella es quien es. En su momento, el sueño erótico de muchos hombres que vivimos en su época. Hoy, que escribo, Brigitte ha sido acosada por el paso del tiempo inapelable, está sola, intentando dar un sentido a su vida dedicando su tiempo a proteger animales maltratados. ¡Qué ironía! Si acaso la mayor muestra viviente que actriz alguna exprese de desdén por su época; ella, que hizo bello y sensual al cine hoy no quiere saber nada con el cine, ni con quienes lo hacen. ¿Fue la vejez, acaso? Claude Lelouch, el inspirado director de tantos clásicos que aporta el cine galo, ha declarado: “Brigitte no quiere nada con el cine, y es que el cine ¿podría ofrecerle más? Yo creo que sí. Es insensato creer que el cine a las mujeres demasiado bellas no les depara otro destino posible que un momento fugaz de esplendor; la efímera época aquella de juventud eternizada en celuloide. Marilyn Monroe se suicidó por culpa del atraso norteamericano en su concepción de las estrellas que gustan. Cuando Marilyn comenzaba a adquirir las marcas físicas que dejan el tiempo y la vida, es decir cuando llegaba a la cúspide de sus posibilidades físicas, su fenomenal cargamento dramático lo dejaron de lado. Justamente cuando yo habría querido tenerla conmigo en un film. Cuando cualquier director quisiera haberla contratado en Europa”.
El Sunday Times, en uno de sus suplementos dominicales de mediados de 1967, publicó una portada con medio rostro de “La señorita de Riviers”, del pintor Ingres, y medio de B. B. Después de un siglo, sus bellezas se juntaban sin otra diferencia que el peinado y el maquillaje de los ojos. “El cuadro en su época fue criticado por la fealdad de la modelo”, comentó el crítico de arte de la publicación británica. Y agrega que Ingres fue un visionario de la belleza según los cánones de finales de 1960, cuando Brigitte Bardot estaba en su apogeo.
Entonces, el descalabro de la belleza que produjo el cine fue, primero, interior: la belleza física no necesariamente debía ir acompañada de un buen corazón, o viceversa. Y, luego, exterior, por los cambios que ha impuesto en los cánones de belleza y costumbres: las stars system fueron imponiendo tipos de acuerdo a su propio temperamento o al que les ha sido creado por sus productores. Esto en relación a la mujer, especialmente. Para el hombre, en quien "Frankestein" es la posibilidad extrema de expresar lo feo que pudiera existir en su corazón, la evolución del cine también ha sido concluyente: sobre el descalabro del ideal masculino se han impreso muchas anécdotas. Hubo una época, por ejemplo, en que un pecho velludo escandalizaba tanto con un desnudo frontal del actor. En la época de oro de Hollywood los intérpretes eran obligados a afeitarse desde el cuello para abajo “para no escandalizar”, según narra Joan Collins: en sus Memorias indica que luego de abandonar Inglaterra y decidirse a vivir en Norteamérica, su primera impresión de Hollywood fue “capilar”, como ella lo describe:
“El primer hombre que me invitó a una fiesta fue Robert Mitchum. Fuimos a casa de un productor donde había una piscina. Cuando Robert apareció en su traje de baño, me quedé asombrada: ¡Tenía barba en el pecho! Quiero decir que el vello del pecho le estaba creciendo, fuerte y oscuro, pero era evidente que unos días antes Robert se había afeitado el pecho. No resistí la tentación y me burlé de él. Se enojó y me dijo una barbaridad. Después me enteré de que todos los hombres debían mostrar un torso sin vello en las películas”. La misma Joan recuerda que de “la vieja época” el único que resistía la pudibundez de los Estados Unidos era el gran Clark Gable. Como el no quería afeitarse el pecho y como los productores no querían perderlo, llegaban a un compromiso: Clark aparecía siempre con camisa, y su vello apenas se vislumbraba como una continuación de la barba. Los demás galanes que conocí cumplían al pie de la letra esta censura. En 1957, virtualmente todo el elenco de “El Puente sobre el Río Kwai” debía aparecer con el torso desnudo. Muchos, entre ellos Alec Guiness, eran lampiños, pero Willian Holden tenía un matorral de pecho. El pobre William era afeitado antes de cada día de filmación. Otro caso era el de Errol Flynn, que debía aparecer casi siempre con el torso desnudo en sus películas de piratas, y lo hacía debidamente afeitado antes de filmar. Yo me muero por un hombre con vello en el pecho, y me parecía horrible ver cuando los afeitaban. Pero los tiempos cambiaron, y el ejemplo más evidente de evolución en este sentido fue Elvis Presley: al comienzo de su carrera, su carencia absoluta de vello no llamó la atención, y sin necesidad de mucho maquillaje pudo interpretar el papel de un indio en “Flamingo Star”. Pero hacia el fin de su carrera, con la evolución de los gustos, el vello era necesario. Y así pudo verse al pobre Elvis, gordo, enfundado en una ropa que lo asfixiaba, pero luciendo un vello que le sobresalía por el cuello de la camisa. Por supuesto que era artificial...”
A cien años de la invención magnífica, ningún hombre se coloca vello donde no lo tiene: las pelucas en el cine son elementos para la risa, y lo que más llega a hacerse un actor es un implante en el cuero cabelludo, que es festejado con risitas. Sin embargo, el vello, sin duda, es un elemento preciado entre todos los galanes. Los que no lo tienen, se excusan; como, junto a Silvester Stallone, lo hace Arnold Schwarzenegger, quien dice que “los que hacemos mucha gimnasia transpiramos de tal manera que el vello no se desarrolla”. Tal vez la hipótesis de Arnold no suene muy convincente, pero sobre lo que pocos dudan es que los hombres con mucho vello en el cuerpo, suelen carecer de pelo en la cabeza. Es el caso de Burt Reynolds, gran parte de cuya cabellera es un implante de varios miles de dólares. Un actor a quien no parece importarle ir quedando calvo (quizás recordando a Yul Bryner, el calvo sexy por excelencia) es Bruce Willis, que sin demasiada cabellera y todo hizo el último desnudo frontal masculino de este primer centenario, en “Duro de Matar”, desnudo que, por supuesto fue suprimido en los más de los países en que se exhibió la cinta, incluida toda Latinoamérica. Bruce explicó su desnudo así: “El cine evoluciona. Durante años la censura de Hollywood no permitía que apareciera en pantalla una cama matrimonial. En las escenas de alcoba, el lecho único se sustituía por dos camas con una mesa de noche en medio. Luego eso cambió. Ahora, ¿qué tiene de raro un hombre desnudo, además de que no se usaba? Un hombre desnudo en el cine no muestra más que lo que muestra un hombre desnudo en cualquier parte del mundo. Es cierto que yo tengo vello en el pecho, pero creo que eso a nadie importa."
No es así. Bruce Willis es modesto. El cine, al menos en Norteamérica, hace mucho inclinó el gusto de las mujeres hacia los hombres con mucho vello en el pecho (seguramente la censura a que fueron sometidos los astros del pasado era reflejo de esa inclinación femenina). Suzy Wallery, fundadora de “Man Watchers” (una organización femenina “observadora de hombres”) afirma que un pecho velludo es “uno de los atractivos mayores de un hombre”. En una encuesta reciente de “Glamour”, casi el veinte por ciento de las mujeres norteamericanas valoran el vello en el pecho masculino como factor sexy por sobre “toda otra característica física o espiritual”. La profesora Norah Ferguson, del departamento de sicología de la Universidad de Stanford, afirma que los hombres muy fornidos “con vello en el pecho atemorizan sexualmente a las mujeres. Mientras que un hombre de físico normal, con el mismo vello, las atrae sin provocarles temor. Y un hombre muy fornido sin vello en el pecho provoca cierta desconfianza en las mujeres, como si en ellos hubiera una carencia, o se ocultara algo poco grato”. No sabemos la opinión al respecto de los Stallones y los señores “Universo”, generalmente lampiños.
Sí sabemos que hoy la mayoría de los estudios hollywoodenses se han convertido en empresas manufactureras de seriales de televisión. Y esto también aporta su propio desequilibrio en la belleza, porque esta se ha ido adecuando “al negocio” de acuerdo a las necesidades. Los Ángeles, California, es tal vez la única ciudad del mundo (al menos, la primera) en donde las mujeres persiguen disminuir de estatura. En el botiquín de las aspirantes a estrellas no falta, por decir, cierta vitamina llamada “shortlerism” (algo así como “acorterol”), cuyos componentes tendrían influencia para detener un crecimiento excesivo: influye en esta moda el trabajo para la pantalla de televisión, donde para que una figura femenina pueda fotografiarse en profundidad, con las mejores alternativas de luz y sombra, y con todos los trucos que existen a su alcance, la figura debe ser mínima. De lo contrario, semeja la mujer gigante del circo; asusta en vez de gustar, se desfeminiza en vez de sugerir y aplasta al espectador. Los hombres grandes y corpulentos, en cambio, son ideales para la televisión: como las series son en un noventa por ciento de acción, la sola maxi-figura aureola al personaje de una fuerza extraordinaria. Así, hoy la perfección física se mide por la capacidad de caber bien en una pantalla hogareña de cine.
A cien años de la invención de este arte maravilloso, si se habla de belleza y descalabro, también es justo citar el acierto; lo clásico al respecto; lo que el público ha adorado porque sí, porque considera bello sin más argumento. Como Greta Garbo, a quien nunca se cansa de citar. Quien, con seguridad seguirá viva en las pantallas mucho más allá que nosotros. Greta Garbo apareció entre las dos grandes guerras del siglo XX, deslumbró al mundo y se esfumó por propia voluntad del cine para surgir como leyenda en la vida real. Su presencia en la pantalla fue breve (catorce películas mudas y catorce sonoras), pero fue suficiente para escribir un capítulo sin final en la historia del Séptimo Arte. Murió el 15 de abril de 1990, a los 84 años, pero su muerte fue sólo física, como corresponde a las leyendas ya que el cine perpetuó su mito, y porque la cultura del siglo XX resultaría incompleta sin los mitos creados por el cine, sin estas presencias inventadas a imagen y semejanza de los sueños del hombre nuestro de cada día.
Hollywood desde el principio hizo de Greta Garbo un producto rentable, presentándola como una enigmática vampiresa, en todo lo que el arquetipo encierra de mujer fatal. Le inventaron múltiples romances: con Robert Taylor, Clark Gable, George Brend, Charles Boyer, John Gilbert, John Barrymore... los galanes de sus cintas, que ella no titubeó siempre en desmentir. Vivió un tiempo corto con el célebre músico Leopold Stokowsky, y luego con el empresario teatral George Schlee, que murió entonces, dejándola sola, como vivió hasta el final de su propia historia. Cuando anunció que jamás volvería a filmar, en 1941, nadie lo creyó: era la actriz cinematográfica más popular del mundo. Y cumplió su palabra. Su silencio permanente desde entonces y sus gafas oscuras fueron un elocuente testimonio de su deseo de permanecer distanciada de la popularidad y el bullicio. Hoy, la decisión de Garbo deambula como un fantasma más en la vitrina cerrada del cine. Se dice que no es que no deseara seguir haciendo películas, sólo que las cosas se le complicaron demasiado en su papel de estrella consagrada en un estereotipo, y ya sabía que nunca lograría un papel que la entusiasmara. Lo cierto es que los roles de mujer misteriosa a que la limitó la Metro Goldwyn Meyer (los Estudios que la trajeron desde su natal Suecia), le habían dejado como saldo películas malas con argumentos muchas veces ridículos. Ella obedecía órdenes y se limitaba en forma natural a llenar la pantalla con su cuerpo, su mirada, su lánguida sonrisa que hechizó al público que la erigió en figura legendaria desde un comienzo... pero no le era suficiente. No podía serlo para una mujer que leía a Nietszche y Schopenhauer, que recibía manuscritos de Virginia Woolf, y que aplaudió Einstein. Las mujeres la envidiaban con más admiración que odio, y comenzaron a imitar sus gestos, su manera de caminar y vestir, su elegancia natural.
A los catorce años buscó empleo en su natal Estocolmo: trabajaba en unos almacenes como vendedora cuando le es ofrecido tomar parte en un pequeño corto publicitario. En 1921 se la ve en su primera cinta (“En Lyckoriddare”, de John W. Brunius), en un papel de comparsa, que no se hace mejor en su segunda intervención (1922, “Luffar Peter” de Erik A. Petschler Larsson). En 1924 se fija en ella el notable director Mauritz Stiller, cuyo oficio ya había trascendido Suecia: él la dirige en un papel corto, pero que marca formalmente a la actriz (en “La Saga de Gosta Berling”) cuando la llama “Greta Garbo”: nadie sabe el verdadero motivo que tuvo Stiller para darle ese seudónimo que aplaudiría el mundo. ¿Fue lo de “Garbo” un sinónimo de encanto o gracia? ¿O acaso se refiere al “garbon”, misterioso duende del folklore sueco y alemán que surge de noche para bailar cada luna llena? Cuando se le preguntó a Stiller al respecto, se limitó a sonreír y dijo: “Realmente no lo sé. ¿Pero está bien, verdad?" Stiller consigue que ese mismo 1924 ella filme en Alemania “La Calle sin Alegría”, codirigiéndola con G.W. Pabst (el célebre creador de “Lulú”, la más popular mujer fatal del cine alemán, que encarnó Louise Brooks, que ya citamos).
Casi de inmediato Garbo y su descubridor son contratados por Louis B. Mayer para trabajar en Hollywood por siete años. En junio de 1925 llegó a Nueva York, donde comienza su trabajo en una manera que jamás dejó de abrumarla: hablar en inglés. Era la década de la prohibición, del pelo a lo garzón y de una renovada moralidad; la guerra había contribuido a cambiar las actitudes; los hombres habían regresado de las trincheras con ideas nuevas y las heroínas del cine pionero ya no resultaban atractivas envueltas en romanticismo. Las fantasías que querían ver en la pantalla eran otras. Y el misterio de la actriz sueca atrajo de inmediato. Su primer rol en Hollywood fue el de campesina española en “El Torrente”, con Ricardo Cortés: un afectado melodrama dirigido por Monta Bell, la primera del número de cintas mudas que la tuvo de estrella, donde la fotografió William Daniels quien rodaría diecinueve títulos más con ella. Para muchos, Daniels contribuyó en gran medida para crear su mito, iluminando el rostro de Garbo en tal manera que la intensidad de su brillo parecía provenir del interior de su alma, irradiando belleza perfecta, casi extraterrena. De su época muda la única cinta que ella consideró “pasable” es “Love” (de 1927), basada en la novela “Anna Karenina” de Tolstoi. Ya en 1929 el público exigía a los Estudios más Garbo: no sólo se conformaban con verla, querían escucharla. Y en 1930 Garbo habló por primera vez en la pantalla, ante el escepticismo de los Estudios por el marcado acento extranjero que nunca perdió. Hacía el rol central en “Anna Christie”, basada en la obra de Eugene O’Neill, porque su acento se adecuaba a las necesidades del personaje. Sus primeras palabras fueron: “-Dame un whisky y no seas tacaño”, y se convirtieron en un refrán entre los cinéfilos hasta ahora. Al público norteamericano no le importó el acento de Garbo. Fue inglesa en “El Velo Pintado”; rusa en “Grand Hotel” y en la versión sonora de “Anna Karenina” y “Ninotchka”; polaca en “María Waleska”; italiana en “Romance” y “Como tú me deseas”; francesa en “La Dama de las Camelias” (su mejor guión, basado en el texto de Alejandro Dumas); holandesa/indonesia en “Mata Hari” y norteamericana en “Susan Lenox”. Hoy muchos especialistas creen que los silencios de Garbo hablaban más fuerte que sus palabras, las cuales a menudo eran innecesarias, porque (según el crítico de “Picture Play”) “puede expresarse vívidamente con la más leve inclinación de cabeza, la más leve de las sonrisas, el más ligero movimiento de los ojos”. Es cierto que creó su propio estilo de actuar: con una manera casual y casi indiferente de decir los diálogos aunados a cierta inquietud en sus gestos y movimientos, siempre impredecibles. Sin perder nunca ese no-sé-qué de ella y nadie más. Pero su arte fue eclipsado por la belleza que siempre se le explotó. Sin embargo, los críticos jamás tuvieron reservas para elogiarla, y los guionistas escribían largos parlamentos para su lucimiento, lo que la perjudicaba ya que limitaba sus capacidades histriónicas. Aún así, sería injusto decir que Garbo no legó algunas escenas memorables: como, al menos dos de “Reina Christina” (dirigida por Rouben Mamoulian en 1933): la primera, a solas con su amante en la posada, vaga por el dormitorio acariciando los muebles como tratando de fijar para siempre el ambiente en su memoria, y la segunda es al final, cuando se sitúa en la proa del barco que conduce a la reina a España, luego de la muerte de su amante. Ese primer plano de Greta Garbo, mudo y con el rostro inmóvil, es capaz de sugerir todas las emociones sin siquiera pestañear.
De “La Dama de las Camelias” (1937, dirigida por George Cukor), del análisis de esta cinta se ha escrito mucho: ella está perfecta. ¿Cómo veía su cinta?. En el libro “Garbo” declaró a Antoni Gronowicz: “La novela y la obra de teatro habían gozado de una gran popularidad durante más de un siglo. Esta inmortal cortesana fue interpretada por grandes actrices como Sarah Bernhardt y Eleonora Duse. En esta obra, como en muchas de las que escribió, Dumas se ocupaba del problema del “eterno femenino”. No puedo entrar en las complejidades de la tesis del autor, pero estoy dispuesta a admitir que sentí un gran deseo de interpretar el papel de Margarita después de haber leído el guión... Hubo también otras razones, aparte del estímulo artístico y sexual que experimentaría delante de la cámara. Una de ellas era personal. Mi hermana Alva había muerto de tuberculosis, así como de una anemia perniciosa y de artritis. También deseaba interpretar el papel de Margarita porque tenía la impresión de que mi representación del personaje sería única. La interpretación dramática de este papel por parte de las grandes actrices siempre había quedado relegada al plano sentimental... Yo deseaba dar a mi Margarita una dosis de realismo. Lo que quiero decir con ello es bastante simple: creía que a Margarita le gustaba su trabajo. Y así lo interpreté.”
Hasta ahora, la película más recurrida de Garbo es, justamente, “La Dama de las Camelias”, pero la crítica está de acuerdo en que sus mejores trabajos fueron en “Grand Hotel” y “Anna Christie”, y ella así también lo creía: al mismo Antoni Gronowicz declaró: “A Irving Thalberg se le ocurrió la idea de reunir en una sola película a tantas estrellas como fuera posible. Sabía que una película así alcanzaría un éxito financiero fantástico. Como era vicepresidente y jefe de producción de la MGM, tenía capacidad para determinar a qué proyectos cinematográficos se destinaría el dinero entre los que él seleccionaba personalmente. Un día me llamó a su despacho y me dijo que la MGM quería que interpretara un papel principal en “Grand Hotel”, con un guión de William Drake, basado en la novela de Vicki Baum quien quedó bastante impresionada con la primera toma; tras haberme observado filmar desde algún lugar oculto del Estudio, informó a Thalberg, según él me dijo: “Siento una gran admiración por Greta Garbo. He visto su rostro cansado y trágico en las escenas iniciales, y su extraordinaria vivacidad de expresión y acción como el de una mujer infeliz”. Al mismo tiempo comentó que John Barrymore actuaba con el cuello demasiado estirado. Creo que mi trabajo en esta cinta fue mi mejor actuación, después de “Anna Christie”, por el guión de O’Neill”.
Si para “Anna Christie” la propaganda había sido “la Garbo Habla”, para su primera comedia: “Ninotchka” (1939, dirigida por Ernst Lubitsch), la propaganda fue: “La Garbo Ríe”. Fue una propaganda que hizo de la cinta un gran éxito de taquilla. Diría ella: “Cuando Lubitsch me dio la historia de Melchior Lenggel y la leí, le dije: “Esto no es más que propaganda, y no creo ser la actriz adecuada. Es una comedia y no sé si sería capaz de manejarla”... Pero después de largas horas de ensayo en mi casa, me sentí preparada. El trabajo resultó difícil porque Ernst era un perfeccionista: hacíamos la misma escena una y otra vez, con un ligero cambio aquí y un ligero cambio allá. A él le gustaron mis escenas, especialmente cuando reía. Todo el mundo se mostraba especialmente agradable cuando yo reía, pero no había demasiadas oportunidades para hacerlo. Yo agradecía porque iniciaba mi carrera como actriz de comedia. Me sentí muy a gusto. Intenté hacerlo lo mejor posible y fue un desafío como actriz”.
Luego del gran éxito de taquilla de su primera comedia, la Metro la hizo filmar “La Mujer de dos Caras” (1941, dirigida por George Cukor), un desastre de guión, de público y su despedida: Garbo nunca más volvió al cine. Rechazó hacer “Safo”, la novela de Alphonse Daudet en que se le ofreció como galán a Montgomery Cliff; rechazó “Mi Prima Raquel”, inspirada en la novela de Daphne du Maurier, y una veintena más de guiones. Sólo volvió a enfrentar una cámara en una ocasión para una prueba de maquillaje muda y en blanco y negro en 1948, a propósito de un proyecto de Max Ophuls para rodar “La Duchesse de Langeris”. Allí la actriz se limita a mover la cabeza hacia un lado y otro sin más gestos que una leve sonrisa. Es un momento breve pero cautivante que, sin ayuda de diálogo, sólo Garbo puede ofrecer. Nada más nos legó en el celuloide. Ella disfrutaba de la música de jazz y las flores y sólo pedía que la dejaran tranquila: “No me gusta hablar con la gente, porque siempre soy mal entendida. No sé expresar exactamente lo que quiero decir. Por eso prefiero estar sola. Tampoco me gustan las compañías circunstanciales. Me agrada caminar sola por la playa, mejor todavía si está lloviendo. Así consigo aislarme completamente del mundo”, declaró alguna vez.
Seguramente pensaba que le había dado al mundo todo lo que podía dar y no era necesario más. Y el mundo, a su vez, o más precisamente el cine, le dio lo necesario y más para que su retiro fuera digno: Garbo vivió sin sobresaltos económicos los últimos 49 años de su vida, que fue el tiempo que se retiró de todo. Habitaba un lujoso departamento del quinto piso del 450, en la calle 52 sobre el East River, a pocas calles del edificio de las Naciones Unidas en Nueva York. Sólo su colección de pinturas incluía originales de Renoir, Van Goh, Klint y Modigliani. Pero el mundo no la hizo feliz. En noviembre de 1993, una colección de cartas que escribió a su amiga sueca Mimí Pollak fueron subastadas por Sotheby’s y compradas por un admirador anónimo. Fragmento conocido de una de ellas dice: “He desaparecido en lontananza. Soy prácticamente prisionera de mi residencia porque no deseo que nadie sepa que estoy aquí. Es duro y triste estar sola, pero a veces resulta aún más difícil estar en compañía de otras personas... Vivo en el terror y en la mayor tristeza... No tienes idea de lo que duele estar tan confundida e infeliz como yo... No quiero ver a nadie. ¡Oh Dios, es tan horrible! Esta horrible, horrible América, todo máquinas, que te destruye el alma... todos me miran y preguntan cosas... Estoy segura que piensan que soy algo rara... El glamour del que envolvemos al mundo del cine estadounidense casi no existe... Estoy triste... Estoy triste, no muy bien y tengo miedo, ¿qué te parece ésto como carta?”.
También vivió y murió sola Marilyn Monroe. Ella encarnó el sueño erótico en la mayor concepción engendrada en el subconsciente del hombre del siglo XX. Fue la más bella en el sentido sensual de la palabra, pero nadie le fue suficiente. Quizá si ella es el perfecto ejemplo del fracaso del hombre de nuestro siglo en satisfacer a una mujer única y bella como la más. A Marilyn se la vio como una hembra en el más estricto machista sentido de la palabra: sólo para ser usada. Y en eso, permítame la gentil lectora, de hombre a hombre, no podemos discutir. Todos amamos a Marilyn, pero era “como mucho”. Ella así lo entendió en el fracaso del macho como “procurador”: ninguno le fue suficiente simplemente porque ella era “too much”. Decía Marilyn: “Esa idea estúpida de que “Marilyn” es capaz de dar todo con tal de triunfar... odio que se me obligue a encarnar la idea de que la prosperidad material es sinónimo de la felicidad. Estoy cubierta de joyas y de pieles, y me siento absolutamente infeliz. Me han hecho encarnar sólo a mujeres al borde del retardo mental. Yo no soy una mercancía, aunque hay muchas personas que no me consideran más que eso. Todo símbolo sexual se convierte en un objeto y yo odio ser tratada como un objeto. Hollywood es un lugar en que te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma. Lo sé porque he rechazado con bastante frecuencia la primera opción, y he aceptado en demasiadas oportunidades la segunda”.
Algunos hombres la entendieron, sin embargo, cuando fue enviada a entretener a las tropas en el frente de batalla de Corea, cuando los soldados se negaron a llamarla “el cuerpo” y decidieron bautizarla como “la novia”. A su manera, en la histórica década de 1960, Marilyn Monroe fue un símbolo liberalizador, porque el público supo percibir en su historia que el Sistema es capaz de crear monstruos y luego destruirlos. Bob Dylan lo explica en su canción:
“- ¿Quién mató a Norma Jean?
- Yo, dijo la ciudad,
como un deber cívico.
Yo maté a Norma Jean”. La historia de Marilyn es similar al cuento de Cenicienta, pero sin un final feliz. En la anécdota trivial del hombre nuestro de cada día, ella, sin embargo, logró además legar la imagen de una posibilidad de felicidad más allá de la Pantalla. La historia de Marilyn, entonces, narra las vicisitudes de una muchacha sola y desamparada que se convirtió en reina de un siglo de oro.

Por Waldemar Verdugo.